Samba de uma nota so
No existe nada más liberador, de la aterrada alma, sobre todo en estos años de muchos balazos y más ideológicos bandazos, que revisar los diarios y leer declaraciones cada día más aterradoras, como saber que, en mi ranchito, los adoradores del trabajo legislativo (jajajajaja) buscan desesperadamente ser elegidos para encabezar las fórmulas de los partidos políticos o alianzas, (que no coaliciones).
El asunto se puede describir de la siguiente manera: ocupo urgentemente una beca por tres o seis años. Porque eso de que voy a legislar para que siga vivita y coleando las 4T es puro choro mareador. De nuestros actuales legisladores podemos contar con una mano y sobran dedos, quienes han traído recursos o se han preocupado por el rancho.
De ahí en fuera hay quien se la ha pasado echando jeta o maquillándose quitada de la pena (pena la que nos da haber votado por esa fauna). En fin, en este proceso votaremos por la mejor propuesta y el mejor candidato (y si no hay nada de lo anterior, pues nulo).
Nuestra historia patria está llena de acontecimientos de los que podemos sentirnos orgullosos y, varios de ellos, están relacionados con el trabajo honesto y republicano de las instituciones judiciales. Hubo una época en que, ser parte del Poder Judicial, era por amor al arte, no por el salario exorbitante ni por las onerosas prestaciones que hoy se otorgan los ministros de la tremenda corte y algunos funcionarios de medio pelo. No estimados lectores, el trabajo en la Corte era con salarios tan pobres, que los ministros tenían que conseguir otra chamba (muchos en el periodismo o en la cátedra).
Uno de estos grandes hombres lo fue Juan Bautista Morales (los estudiosos del Derecho que marcharon el pasado domingo vitoreando a la casta privilegiada de los magistrados y ministros, ¿han oído hablar de él o han leído parte de su biografía? Ajá).
Quien tenga un poco de interés, puede echarse un clavado en cualquier biblioteca para conocer la vida de este hombre que se tituló en Derecho pasados los 40 años, que fue asesor de la Corte, magistrado y en 1850 presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y, como el salario estaba realmente jodido, no tuvo más remedio que dar clases de jurisprudencia y escribir en algún periódico de la época.
Creo que hasta aquí no es necesario señalar que Juan Bautista murió en la miseria.
Carlos Monsiváis transcribe el obituario que su periódico (El Siglo XIX) le dedica: “Este hombre, que como profesor hubiera hecho su fortuna en cualquier otro país; que como escritor pudo traficar con su pluma; que como magistrado pudo acumular tesoros en épocas de corrupción, vivió siempre pobre, pero contento; en la miseria, pero gozando de la tranquilidad de una conciencia sin mancha. El primer funcionario en el orden de nuestra magistratura muere sin dejar a su numerosa familia más legado que el de su fama y el de su gloria”. (Monsiváis Carlos: Las Herencias Ocultas de la Reforma Liberal del Siglo XIX, Edit. De Bolsillo)
¡Qué manera de dejar huella en la patria! Lo que no podemos decir de otros ministros y magistrados a los que la ambición ha corroído hasta convertirlos en carne putrefacta; a aquellos funcionarios judiciales que siguen (y seguirán) acosando a las mujeres que cayeron en esos juzgados; a aquellos que aprovecharon para meter a la familia e hicieron de tribunales el negocio familiar.
¿Por ellos marcharon el pasado domingo los secretarios, meritorios y demás personal con salarios de hambre? ¡Qué triste, qué dolor! No es contra ustedes la pelea (que ya debatíamos en los años 90 en foros de reforma del Estado), es tiempo de luchar contra la alta burocracia que se ha empeñado en mantener de rehén a la justicia. Es tiempo de salir a las calles y gritar que no queremos instituciones putrefactas con cadáveres dirigiéndolas. Algún día, el espíritu de Juan Bautista visitará un pequeño juzgado.