Miguel Moctezuma L
Miguel Moctezuma L

Comprender en lugar de negar

 

Despojo, saqueo, expulsión son los actos violentos que preceden a la desposesión de derechos que acompañan al desplazamiento forzado de las comunidades de Jerez, Valparaíso y Tepetongo. Éstas son acciones violentas promovidas por la delincuencia organizada y por los magnates de la gran minería asentada en Zacatecas. La primera de ellas se realiza en ausencia de un Estado de derecho, mientras que la segunda se lleva a cabo desde el derecho mismo, y por tanto, tolerada por el Estado. En ambos casos se busca como objetivo el control territorial, el primero se hace con las armas y el segundo con la ley.

Para quienes estamos formados en la sociología, este es un despojo de derechos; en efecto, según el modelo de la modernidad tenemos derecho a la propiedad, a la libertad, la seguridad, la vida en comunidad, la educación, la salud, al ejercicio de la ciudadanía, etc. Esos derechos no existían de manera generalizada en las sociedades premodernas. Entonces, si esos derechos ya existen y forman parte de la sociedad actual, que de pronto todo este andamiaje social se derrumbe, no hay duda de que se trata de un despojo material, social y simbólico. No está por demás subrayar que, ante semejantes hechos, aún si están amparados por la Ley, debemos optar por poner en el centro la lucha por la justicia social. Esta es la razón de ser de esta columna en El Diario NTR a la que he llamado deconstrucción; es decir, se trata del desmonte y develación de los códigos y significados que se ocultan tras la fachada de una libertad que se nos niega.

Si el Estado garantizara el ejercicio del poder no habría grupo armado que controlara violentamente vastos territorios; en cambio, en el desplazamiento de las comunidades mineras, fue el Estado mexicano el que lo fomentó cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari promovió en 1992 la reforma y liberalización de la Ley Minera. Es la figura de la concesión minera la que otorga hasta por 50 años derechos de explotación de los yacimientos mineros existente a las grandes corporaciones que terminan lesionando a las comunidades (Artículos, del 11 al 18).  Por supuesto, se trata de una minería de explotación a gran escala, cuya extracción a cielo abierto resulta letal por la destrucción del paisaje natural abarcando la flora, la fauna, el deterioro de la fertilidad de suelo, el consumo y contaminación de las aguas subterráneas.

Por supuesto, el desplazamiento forzado es su resultado, le sigue la disolución de la interacción social y por consiguiente, la pérdida de las relaciones sociales que daban origen a la vida comunitaria. En el caso de la delincuencia organizada, la consigna consiste en trasformar las viviendas desocupadas en cuarteles y en lugares de descanso; mientras que la consigna de los magnates de la megaminería es la destrucción de los muros de las viviendas con la dinamita, completando su fechoría arrasando con maquinaria pesada lo que quede en pie hasta arrojar para siempre a sus moradores. Ambos lo hacen con métodos similares, la presión y el terror.

Evidencias del despojo por la delincuencia organizada son las siguientes: expulsión de sus viviendas, robo de ganado, vehículos, tractores y otros enseres. Por su parte, el despojo por las empresas mineras se manifiesta por la expulsión de sus casas, apropiación del agua, el desposesionamiento de sus tierras de labor y pastoreo. Pero, junto con ese despojo material también le acompaña el despojo de la vida social y cultural. En efecto, se despoja a los habitantes de la existencia misma de la comunidad, de sus edificios históricos, de su panteón, de su edificio escolar, su parroquia. Con esas acciones muchos de los recuerdos, aunque se mantienen en la conciencia, los ritos de remembranza se terminan, algunas relaciones de amistad y de amor se ven truncadas. Todo esto se transforma en impotencia, en un dolor que no termina porque no tiene racionalidad.

En realidad, ese es un proceso que se vive con resistencia ante un sinnúmero de agravios. En todo este Vía Crucis, por lo menos en Zacatecas existe un elemento que lacera más allá de lo imaginado: la indiferencia y/o la desvalorización de los hechos por parte de las autoridades estatales. Se trata de una actitud que impacta negativamente en la conciencia de los afectados cuando, en cada evaluación se le reduce a un problema de percepción. No se puede comprender que a Inegi esa percepción corrobore una y otra vez que la mayoría de los zacatecanos hemos dejado de sentirnos seguros ante hechos delictivos que pueden ir a la baja, pero que en realidad se han transformado en hechos de alto impacto, como la toma de carreteras, el despojo y quema de vehículos, el abandono de restos humanos, el toque de queda de facto, la desaparición cada vez más frecuente de jovencitas, el asesinato de policías e incluso la intercepción del mismo obispo. Que el gobernador minimice los hechos produce la sensación de que no se asume el compromiso que la situación amerita.

Como todo se reduce a las percepciones, equivocadamente se cree que bastará con combatir las percepciones con otras percepciones. Esa es la lógica de quienes se han dado a la tarea de señalar que Zacatecas somos todos, que Zacatecas tiene cosas muy bellas, que Zacatecas es el edén apropiado para el turismo. No menospreciamos este esfuerzo, pero, si se busca estimular la economía de Jerez, Valparaíso, Fresnillo, Guadalupe y Zacatecas lo central está en probar que se tiene control en la seguridad, porque con ese flagelo, no es posible que crezca la inversión foránea y extranjera, tampoco podremos esperar que el turismo se desborde.


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