Aislarse significa algo así como ponerse en una isla, en una privada y no necesariamente tropical, tan particular como lo amerite la circunstancia y las posibilidades del aislado, que mida, aunque sea lo que mide el espacio que se anda ocupando. Y eso podría resultar muy motivante o todo lo contrario, porque de una muy particular manera, mucho dependerá de la circunstancia del metafórico arrecife y de sus posibilidades de interacción, también de lo previamente aprendido sobre cómo sobrevivir, porque dicha tarea suele aparecer casi en automático, reduciendo el mundo a un espacio personal alejado de lo previamente cotidiano que, a veces, podría carecer de mucho sentido. Porque una vez aislados, alejados del bullicio y de la falsa sociedad, llega una oportunidad para cuestionar, aunque sea un poco sobre lo que se hacía antes del aislamiento, a veces, para los optimistas, también sobre lo que podría hacerse después; alejarse para ver mejor, oler mejor y saborear mejor; revisar esa realidad normalizada que se creía en situación permanente, porque nada es más invisible que lo normal, tenga o no sentido, utilidad y función práctica; acostumbrarse a algo requiere ignorarlo un poco.
Y es que separarse del mundo no suele hacer mal a nadie, hasta es recomendado por la OMS, pero con aforismos como vacación, descanso o disfemismos como hospitalización o internamiento, claro que solo de vez en cuando y por tiempos determinados, a veces hasta voluntarios; porque luego aislarse demasiado podría volverse habitual y si se habita aislado resulta incómodo, menos para el aislado que para los otros, preocupados de que no se ande en un mundo real, funcionando como se debe, entonces habría que recurrir a un rescate, porque nada da más miedo que ver que algo o más bien a alguien que anda funcionando fuera de los parámetros de una normalidad preestablecida, socialmente pactada.
Lo anterior, porque en una de esas podría ser autismo, Asperger, déficit de atención, quizás depresión, vagancia o tal vez hasta una decisión filosófica o hasta artística, porque esos son los únicos que tienen derechos a andar afuera de los límites normalizados: los mal llamados locos o los bien llamados artistas, que si no fuera por la existencia de manuales sobre trastornos mentales o teorías sobre estética, sería un poco difícil identificar con claridad.
Habitar una isla es más agradable siempre y cuando existan posibilidades de salir de ella, al menos según Hollywood, Freud y los cubanos.
Cuando el aislamiento no es voluntario se llama naufragio, llega el aislado ligero de equipaje sin otra cosa que lo que medio sabe y medio anda pensando, arrojado de un personalizado mar, con una maleta repleta de eso que llaman instinto de supervivencia, del que por algún extraño motivo carecen los suicidas; entonces después de adaptarse a una nueva isla, se podrá pensar en cómo salir de ella, esperar y en una de esas hasta adquirir algo de fe, porque esa resulta mejor para la incertidumbre.
Habrá que encontrar los propios Viernes o los Wilsons, perderse las veces necesarias y a veces tener miedo irracional hasta de las moscas; ser sobreviviente porque si no, no se puede ser nada más, seguir habitando, aunque la isla sea una casa, una oficina o la cama de un hospital y, aunque el aislamiento no sea tan voluntario o vacacional, aunque dure solo los siete días recomendados y lo más cercano a lo tropical, quede nomás en la humedad de una boca cubierta, aislada de otras bocas de los que ya no supieron, si andan vacacionando o en una de esas, también naufragaron.