A esas danzas de cosas que por alguna razón los mudados creen que necesitan llevarse con ellos cuando se marchan les dicen mudanzas. Es algo así como el proceso de cambiar voluntariamente de lugar en el que se habita. Cuando no es tan voluntario es más bien un desalojo, que es como dejar de alojar tiliches con todo y tilichentos porque se determinó que ya no hubo de otra. Se muda de dientes, de calzones y de casa, de hogar no, porque ese es más bien simbólico y casi cualquier casa podría convertirse en hogar, pero no necesariamente.
Se le dice hogar porque es donde está la hoguera que permite saber a dónde volver, incluso, aunque no se ande tan perdido.
Un hogar es cálido, a diferencia de las deshabitadas casas que bien podrían, como dice Sabina, ser más bien como oficinas.
Algunos animalejos mudan de piel, que son como sus casas inmediatas y en las que de repente ya no cupieron, por lo que se ven en la necesidad de cambiarlas por otras mejores, más nuevas, más grandes y en las que puedan estar presumiblemente mejor.
Se supone que a la gente se le quita lo animalejo civilizándose y cambia de casa, no siempre como quiere sino más bien como puede. Porque eso de estarse mudando a cada rato como que va contra las reglas del sedentarismo civilizado y ni que todos pudieran vagar como gitanos, mariposas o nómadas animalejos. Los vagabundos, por fortuna, no tienen que mudarse tanto ni tan seguido, porque se previenen cargando todo lo que tienen con ellos, por lo que les es suficiente con mudarse a sí mismos casi a donde les plazca. Tienen como hogar su propio cuerpo y como casa sus zapatos, porque un hogar es el centro del mundo al que más o menos se puede decir que se pertenece.
En las mudanzas siempre suele perderse o romperse algo porque, al parecer, ciertas cosas no están hechas para moverse con tanta frecuencia y las que sí se apellidan portátiles. Casi todos los muebles de una casa, a pesar de la intrínseca cualidad que expresa su nombre, como que no se hacen para moverse tanto ni tan seguido.
Así que en la subidera y bajadera del piano, sala, estufa o cualquier otro tiliche, seguro algo se queda y lo que se va algún raspón se lleva.
Las mudanzas son violentas, añadiendo que no sólo se mueve el mueble, sino también el que lo usa, que tal como si fuera una enraizada planta, tendrá que desprenderse de su casa-maceta-hogar, cortando una por una las conexiones a la habitualidad que quizás, sin percatarse, previamente había conectado. Mudarse es violentar lo cotidiano para poder plantarse en una diferente normalidad.
Cabría considerar a las mudanzas como un cambio, además de físico, simbólico, porque las cosas objeto también constituyen a los mudables sujetos en relación con el entorno que los contiene.
Es así que casi cualquier espacio delimitado por paredes, puertas y ventanas podría convertirse en un hogar, siempre y cuando alguien lo habite, es decir, esté habitual y simbólicamente ocupándolo y tal vez, como los vagabundos, animalejos o plantas, cree una conexión con ese marco contenedor, aunque sea nomás para dormir, comer y en general hacer esas actividades que se consideran vivir. De tal modo que los mudables se dan cuenta qué es lo que realmente necesitan para marcharse, si solo son las salas, estufas o tiliches o, como bien lo saben los vagabundos, nomás con mudarse a sí mismos es más que suficiente, al menos, en lo que encuentran otro centro del mundo al que podría nombrársele hogar.