Tal vez pretendiendo contrarrestar el impacto del fallo en Brooklyn o como simple apuntalamiento de la convocatoria a la marcha próxima del 26 de febrero, Felipe Calderón publicó en Reforma, aliado periodístico de esta casa, un análisis del estado que guarda el país con la idea de plantear un diagnóstico de catástrofe para efectos democráticos y proponer una restauración de la oposición.
Antes del contexto no soslayamos la historia: FCH destruyó la esencia democrática de su partido, el PAN. Antes de su sexenio, Acción Nacional era inclusive patrimonio político de México y un ejemplo de vida interna, tenía elecciones tanto para elegir dirigentes como para asignar candidaturas; inclusive sus plurinominales eran votados. De acuerdo en que siempre tuvo problemas de tentación autoritaria y grupos que actuaban facciosamente, pero siempre se debían a su militancia. Ideológicamente eran cercanos al conservadurismo ilustrado por los valores del universo católico e inclusive sus fundadores fueron afines al nazismo del cual se alejaron convenientemente.
Con todo, el PAN era el único partido con vida razonable y ordenadamente democrática… hasta que Felipe Calderón fue presidente de México. Durante su sexenio Acción Nacional mutó rápidamente de ese estado a un autoritarismo con lógica cartelizada: los grupos se volvieron facciones que se repartían recursos del estado y del partido. Se verticalizaron las decisiones en torno a una lógica cupular. Calderón necesitaba hacerlo así para controlar al partido y convertirlo en instrumento de operación política, pero el precio fue muy alto.
Junto con su cultura democrática Acción Nacional abandonó paulatinamente sus principios y su prestigio. Hoy de eso no queda nada. ¿Es sólo culpa de Calderón? Sería prudente e ilustrativo que analistas y sociólogos organizacionales se abocaran a estudiar el caso panista.
Ahora bien, ignorar el contexto en el que se lee el extenso análisis de FCH es propio de estrategas y políticos taimados. Sí, se necesita rayar en el cinismo para poder sentarse en la sala a dar un diagnóstico democrático y atreverse a proponer el “camino a la salvación” teniendo como interlocutor al país. Sucede que, entre Calderón sentando cátedra democrática y un país ávido de escucharlo, había un elefante llamado juicio a Genaro García Luna.
Haciendo gala de oportunidad ese elefante defecó un enorme montículo: su exsecretario de seguridad fue encontrado culpable de cuatro cargos relacionados con tráfico de drogas. García Luna fue encontrado culpable de haber operado en favor del cártel de Sinaloa desde su posición privilegiada como secretario de Estado.
La consecuencia del fallo es evidente. El culpable jurídico, según la justicia norteamericana es el exsecretario, pero el culpable político por haberlo nombrado no es otro que quien fue su jefe.
Las implicaciones políticas de ser culpable del nombramiento, encumbramiento, respaldo público, depósito de confianza inquebrantable y otras prendas inclusive de amistad, no se podrán contener con el evasivo comunicado que circuló antier.
Habrá otros damnificados: para fines prácticos muchos de los miembros del gabinete calderonista, con especial énfasis en quienes tuvieron acceso a redes informativas y de inteligencia de Estado, como los secretarios de gobernación.
También todo político que se autodenomine panista y secunde los procederes como los de antier, cuando se anunció el fallo y donde la fracción de Acción Nacional en la cámara de diputados abandonó la sesión en un acto de evasión política.
Los damnificados están en una encrucijada: si no establecen un proceso de contrición a profundidad, el calderonismo quedará arropado magramente, a costa de la destrucción total del partido.
El expresidente habló de resurrección en su análisis. Deberá comenzar por los entes políticos que él mismo comenzó a aniquilar hace décadas y esta semana les dio la puntilla.