CIUDAD DE MÉXICO .- A la salida de la capilla del Panteón Francés, la historiadora y cronista Ángeles González Gamio pregunta algo que, ahora, suena inverosímil: «¿Te acuerdas cómo se burlaron de él cuando habló de filosofía náhuatl?».
Junto a ella, Diego Prieto, director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), sonríe y asiente, como quien piensa –con cierta piedad– en todos aquellos que desoyeron a Galileo.
En un País de luto, afligido por la pérdida de su tlamatini contemporáneo, resulta imposible pensar en alguien que hoy descrea de Miguel León-Portilla, el filósofo e historiador que le plantó cara a los incrédulos de la riqueza del pensamiento de los pueblos indígenas de México.
Lejos quedó aquel 1956, cuando deslumbró con su tesis de doctorado, La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, a quienes juraban que el pensamiento más profundo sólo se escribía en griego, latín, alemán o francés.
En la capilla donde es velado por su familia y amigos más cercanos, el huehue –el sabio– logró congregar a representantes de las más importantes instituciones académicas mexicanas, de las que fue miembro activo.
Dos Rectores de la UNAM, Enrique Graue y José Narro, participan en la primera guardia de honor; algunos colegas de El Colegio Nacional, como el jurista Diego Valadés y la lingüista Concepción Company, acuden a despedirse; y el presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, el escritor Gonzalo Celorio, agradece en nombre de la institución que encabeza.
«Yo creo que era el personaje, como yo le llamaba, que era ‘La conciencia de México’; el personaje con más autoridad moral. Él podía decir todo a quien fuera y era aceptado y respetado, porque fue un hombre que vivió con una congruencia, un humanista auténtico», juzga González Gamio, sobrina del historiador.
Como víspera a un homenaje público en el Palacio de Bellas Artes, el velorio de este miércoles contrasta con la dimensión del hombre: privado, silencioso y pequeño. Las anécdotas, sin embargo, traspasan las puertas.
A su salida, Valadés recuerda que, en su última charla a profundidad con León-Portilla, durante los nueves meses finales que permaneció internado en hospitales, recitó de memoria una de las églogas de Virgilio; claro, en latín.
«Esto no es común que ocurra prácticamente en ningún lugar del mundo. Es propio de la alta cultura de cualquier parte del mundo, para decirlo en positivo», cuenta.
Y es que el nahuatlato que falleció a los 93 años, campeón de la poesía del mundo indígena, tomó siempre en serio el mandato que le hiciera, aún veinteañero, uno de sus grandes mentores, el Padre Ángel María Garibay.
«¿Usted quiere estudiar de veras el pensamiento y la literatura indígena? ¿Y sabe náhuatl?», le preguntó el sacerdote, según contaba León-Portilla.
«Pues no se puede estudiar eso», prosiguió Garibay ante la negativa. «Aquí en México tenemos grandes helenistas que no saben griego, otros que estudian a Kant que no saben alemán, así que le voy a empezar a dar unas lecciones (de náhuatl) y, si veo que no da golpe, le digo, porque yo no pierdo el tiempo con estúpidos».
Por eso Miguel León-Portilla aprendió todos los idiomas del conocimiento que le interesaba. En Santa Ana Tlacotenco, en la hoy Alcaldía de Milpa Alta, de acuerdo con Juan Gregorio Regino, director del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), fue a residir durante un tiempo para perfeccionar su náhuatl.
Ahí mismo, apenas en julio, le fue organizado un homenaje, al que ya no pudo asistir, titulado Tlahtolilhuitzintli Itechpan Tlamatini León-Portilla: «Fiesta para el Sabio de la Palabra».
«Creo que nos enseñó a pensar y a escribir nuestra propia historia», dice el poeta mazateco, al salir de la capilla.
A punto de las lágrimas, Natalio Hernández, poeta nahua, concuerda con su colega: «Siento una profunda tristeza, pero también con mucha esperanza, porque Don Miguel León-Portilla nos deja un gran legado, un legado que nos va a permitir entender y entendernos como nación antigua y moderna desde la perspectiva del siglo 21».
Su viuda, Ascensión Hernández Treviño, «Chonita», académica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, recibe las condolencias de los deudos, al igual que su hija, la historiadora Marisa León-Portilla Hernández.
Al realizar la segunda guardia de honor, el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, uno de sus más cercanos colegas, pone una palma sobre el féretro de su amigo.
En las charlas, sin embargo, nadie se resiste en pensar a León-Portilla como un hombre vital, de humor inigualable y anecdotario luminoso. Diego Prieto lo ilustra al referirse a uno de sus últimos trabajos, el libro Erótica náhuatl.
«Lo cual habla de su gusto por la vida, por la sensualidad, el placer también. Era alguien que sabía, por supuesto, disfrutar la vida, pero siempre con disciplina, con empeño y con esfuerzo», celebra.
A su lado, Ángeles González Gamio recuerda que fue su abuelo, el eminente antropólogo Manuel Gamio, quien, además de ser su mentor académico, le inculcó a León-Portilla el gusto por su trago favorito: el «Güisquilucan», como lo llamaba en broma.
«Yo conocí a Miguel siendo una niña, en casa de mi abuelo precisamente, porque iba los domingos a las comidas familiares. Llegaba Miguel, que era un muchacho de veintitantos años, y me acuerdo que cuando se iba toda la familia decía: ‘¡Qué listo es Miguelito! ¡Qué listo es Miguelito!’».
Con pesar generalizado, pero con recuerdos cálidos, un País entero piensa más o menos lo mismo del sabio que acaba de irse.
Quienes se congregaron para despedir al historiador Miguel León-Portilla, destacaron su inteligencia, vitalidad y buen humor; hoy será homenajeado en Bellas Artes.
Francisco Morales V.
Agencia Reforma