CIUDAD DE MÉXICO. Aureliano Millán Navidad tiene 24 años, tres niños, un temblor en la voz y una gorra negra que dice «Imperio 701 El señor de la Montaña», por la posición del narcotraficante Joaquín «el Chapo» Guzmán entre los millonarios de Forbes. No obstante, en su casa no tiene luz, se levanta y se acuesta cuando sale y mete el sol.
«Alumbramos con ocote nomás, nada más porque no se ve porque no hay luz», dice Millán Navidad, quien viste unos jeans, una playera negra, porta un escapulario.
Pueblo silencioso y frío de 500 habitantes y unas cuantas casas de adobe y lámina a nueve horas de pura terracería desde Durango, Lajas está sobre la sierra del «Triángulo Dorado».
Lugar donde hasta los niños usan gorras con dibujos de «Cuernos de Chivo», de Boeings 727, la flota de Amado Carrillo «el Señor de los Cielos» (que algunos confunden con el apodo del Chapo) o la silueta del narco Ismael el Mayo Zambada».
Millán Navidad apunta con el dedo hacia la barranca: «Los de aquí y los allá y los de hasta allá, donde está mi prima no tienen luz. Ni mi casa tiene luz, hay poste, pero no hay cable ni hay luz aquí muchas cosas están así «, dice.
¿Y qué vas hacer?, se le pregunta. «Pues quedarme así, pues», responde y desde aquí se ve la escuela primaria a donde el Presidente López Obrador va a llegar a revisar los avances del Plan de Justicia del Pueblo Au’dam (o tepehuano).
Lo invitó un profesor el 9 de septiembre en El Mezquital. «Vaya a visitarnos, Presidente, para que conozca las necesidades de Lajas, todo lo que tenemos es nuestra madera y se nos va acabar, pero apúntele, Presidente, apúntele San Francisco de Lajas».
«Dicen que viene a poner la luz, ojalá que sí, a entregar muchas cosas», supone Magdaleno Reyes Bautista, flaco, 63 años pero más acabado, en la entrada a la primaria.
Instalaron ahí hace unos días un vivero de Sembrando Vida, el programa que paga 5 mil pesos a los campesinos por plantar árboles. El vivero se llama ‘Los indomables’, aunque ninguno de los viejos, recios y acabados, con un temblor de nervios que les hace andar con las manos en las bolsas, y gorras de la virgen de Guadalupe y las iniciales «MZ», sepan a bien por qué.
«Sabe, lo puso el ingeniero, y estuvo bien, ¿o no tú, Pascual? ¿Cómo decías tú que le ibas a poner? ¿Los llorones?», pregunta Reyes Bautista, mientras la población hace fila, una raya de colores rosas, verdes, morados y azules para entrar a la primaria.
Para llegar hasta aquí, una caravana de 15 camionetas salió a la una de la madrugada de Durango; nueve horas por un camino de zanjas, polvo, frío de hielo, desfiladeros y gigantescos bosques de ocotes y encinos por donde cruzan mangueras goteando agua hacia zonas desconocidas.
Dando tumbos sobre los asientos, sin ver un alma, o apenas almas viejas cubiertas de polvo arrastrando los pies en la grava y polvo, a la orilla del camino.
El conductor de la camioneta, un trabajador de la Secretaría de Bienestar, cuenta que un gobernador de Durango propuso a los indígenas tepehuanos perdidos entre esta Madre Sierra Occidental construirles casas cerca de la ciudad, pero ninguno aceptó.
«No, no podemos, porque estamos en Sembrando Vida, antes sí, pero ahora no», dice ahora el hermano de Reyes Bautista, José Reyes Bautista, de 59 años. Pero que los árboles apenas crecen por falta de agua, y lo que más siembran es maíz y que son apenas nueve los que en esta comunidad tienen apoyo.
El Presidente aterriza por fin, detrás de la secundaria, en un remolino de zacate y polvo, a las 14:40 con una hora de retraso, acompañado por su hijo menor.
Pascual Cortes, de 24 años, ya había ido y regresado de su casa de adobe y lámina con jardín de guayabos, junto a la Milpa donde aterrizaría el helicóptero, a la escuela.
Cuando iba señalaba las cruces dentro del maizal donde asesinaron a balazos a sus abuelos, cuando llegaba, señalaba los postes listos pero sin luz, cuando volvía decía lo que pasa aquí.
«Hay unos malandros que no sé de qué banda son, que andan vigilando que no entre el Mencho», dijo.
Los pobladores saturan la sombra de la carpa improvisada en la cancha de basquetbol, de los árboles, del techo de la primaria, suben a las sillas, se hincan para mirar por debajo de las sillas, entre los huaraches viejos. Cientos de mujeres con camisas bordadas, cientos de hombres de sombrero y jeans, camisa abierta y gastada contienen la respiración. Van a comenzar las solicitudes.
«Tiene más de 15 años el cableado, pero solo el 15 por ciento de las casas tienen luz. El cableado ahí está más no nos sirve ni para colgar la ropa», afirma el comisario ejidal, Manuel Ortiz Díaz. Pide maestros suficientes para la escuela, medicamentos, una ambulancia, carreteras, rehabilitación de la pista de aterrizaje, agua potable, un dolo permanente.
«Hemos vivido como hemos podido, las viviendas están abandonadas», resume.
«Yo me estoy haciendo viejo viendo el cableado que se está haciendo viejo», susurra un hombre del Saucito con una cicatriz en el pómulo izquierdo, que caminó ocho horas para llegar hasta aquí.
En la emoción del momento, el profesor que invitó al Presidente a Lajas pide la palabra. «¿Qué significa su presencia aquí, compañeros? Que cumple todo lo que promete», expresa, pero sigue pidiendo más cosas. Las necesidades son infinitas. «¡Pero apúntele!», bromea en otro remolino de risas.
A todo López Obrador dijo que sí: caminos, cableado, una Universidad para el Bienestar, ampliación de Sembrando Vida, clínicas de salud, todos los medicamentos, todos los médicos.
Habla del neoliberalismo, del litio, de moches. Apenas hace un ligero reconocimiento sobre lo complicado de cumplir su promesa de internet gratuito en los pueblos más apartados.
«Creí que era fácil, una tortilla con chile y frijol», dice. Pero casi no importa, porque lo vuelve a prometer. Hay aplausos, felicidad, un día histórico por fin, dice la gente que lo mira partir y se dispone a volver, ocho, nueve, horas más atrás.
Jorge Ricardo Nicolás
Agencia Reforma