Esa mañana Sánchez se sintió diferente, aunque no supo muy bien si aquello también podía deberse a los tacos Bora que se había cenado y que todavía perfumaban su aparentemente poco erótico aliento. Después de estirarse un poco y revisar en el espejo que todo siguiera en el lugar acostumbrado, lanzó una ligera sonrisilla de complicidad a su reflejo, era como si el despeinado del otro lado compartiera un poco de simpatía con el que erróneamente pensaba que era el real. El grifo que siempre goteaba le ayudó a descolocarse mocos, lagañas y restos de saliva que terminaron yéndose entre una abundante espuma producida por un redondeado pedazo de jabón Zote, que parecía nunca desgastarse. El carifresco decidió que un cafecito no le caería nada mal. La verduzca alacena oxidada contenía un olor a mezcla de condimentos que hacía prescindible el sentido de la vista para ubicar aquella simulación de cocina. Los restos del Nescafé parecían más decoración que contenido en aquel frasco, pero fueron suficientes para que el agua tibia se disfrazara de bebida similar a la que aparecía en la etiqueta.
Sánchez era menos católico que ateo porque, aunque había sido bautizado, como que nomás no terminaba por creerse los sacerdotales discursos sobre aquel señor moribundo que decoraba centralmente las católicas iglesias. Nunca se había atrevido a autodeterminarse hereje por aquello de que el infierno fuera existiendo, en una de ésas y se arrepentía a tiempo para que el santísimo barbón de Pedro lo dejara acceder a la eternidad con los otros también oportunamente arrepentidos. Sánchez pensó que disimular su ateísmo no era precio caro para faltar al trabajo una semana completa. Había escuchado que Mazatlán ya no estaba tan lejos, pero las deudas de Coppel y Banco Azteca hacían imposible considerar ver sus pies remojados por agua salada mientras se tomaba una caguama sobre un tostado camastro, Mazatlán podría esperar. Por fortuna, días antes escuchó decir a Paco Elizondo que habría conciertos en la ciudad cuyo disfrute no requería consultar buró de crédito ni creencias morales.
Aquella hora del día desaparecían las sombras y justificaba el uso de los lentes genéricos que había comprado en el Oxxo hacía ya más de dos vacaciones. Sánchez esperaba lucir medianamente atractivo, pero la verdad era que, entre aquella multitud de turistas y locales actuando como turistas, no era muy notoria su apariencia, pero tampoco pasaba totalmente desapercibido. Su look de chairo progresista resultaba interesante para los que todavía mantenían idealismos debido a su corta edad y experiencia, así que, una que otra mirada era dirigida a aquel sujeto cuyo reflejo anteriormente desaliñado ahora estaba orgulloso del otro lado en una ventana de Sanborns. Sánchez pensó que estaba olvidando algún pendiente de esos que siempre se posponen para cuando haya más tiempo y que luego se recuerdan cuando ya no hay, pero el ruido de un grupo norteño que intentaba ser música le impedía concentrarse adecuadamente en recordar lo que quizás carecía de urgencia. La calle Hidalgo olía a lo mismo que huelen todas las calles que no es necesario recordar.
Una manifestación de señoras vestidas de blanco que habían puesto cuidado especial en sus copetes encontró a Sánchez sobre la avenida principal. Las marchantas proferían consignas sobre un deseo respecto al mismo señor ensangrentado que decora los católicos recintos, ¡Viva Cristo Rey! gritaban, primero ¡Vida sí, aborto no!, después. Fue así cuando, casi como por arte de magia, Sánchez recordó y entró en una especie de trance que puso en blanco sus ahora deslagañados ojos, se situó en medio de la avenida y levantó sus manos a los costados. Las ladys antiabortistas supieron entonces lo que tenían qué hacer, tomaron a Sánchez sobre sus manos y lo elevaron entre todas mientras él dirigía la mirada a su nuevo séquito. He regresado, les dijo mientras ellas no podían contenerse en un inconmensurable llanto. Al parecer, tampoco esas vacaciones Sánchez iba a poder descansar.