Es conveniente comenzar con algún odio, decepción o frustración que provoque lo suficiente para instalarse mala cara. En caso de, inicialmente, no contar con abundantes motivos, no hay por qué preocuparse, ya la vida proveerá. Eso sí, los monstruos suelen andar despeinados, desaliñados y en general descuidados, por lo que, es recomendable dejar de verse en los espejos para no recordarse importantes.
Ser monstruo es parecerlo, pero no necesariamente. Lo ideal es abandonar la preocupación por el cuerpo que se habita, es mejor enfocarse en lo profundo, lo irresuelto, lo pendiente. Casi cualquier motivo sirve para comenzar a odiar el mundo.
Es indispensable dejar de sonreír, definitivamente no hay monstruo feliz. En caso de necesitar reírse, habría que proferir maligna carcajada, maquiavélica o al menos, suficientemente absurda.
Pensar como monstruo es desconfiar del mundo. Resulta inspirador el odio de otros monstruos, también la traición y su inevitable desencanto. En caso de recuperar un poco de fe en la humanidad, conviene sobreestimar la bondad ajena.
El optimismo le es irrelevante al monstruoso. Sirve predisponerse a que, por mayor esfuerzo aplicado, las cosas no saldrán bien. No hay de qué preocuparse, la actividad cotidiana “monstrifica” lo suficiente. Al monstruo que se respeta le sobran motivos para reafirmar desprecio, apatía y desencanto. Perdón, compasión y ternura son obstáculos a vencer; odio, rencor y dureza son incentivos.
La vocación de monstruo no es innata. Hay que comenzar la trayectoria de a poquito y con toda confianza. Cualquiera es un monstruo en la circunstancia adecuada. Resulta conveniente enamorarse de vez en cuando y creer en los demás, las desilusiones son sustancia de la causa. No está de más intentar ser agradable, pero con suficiente inocencia para luego poder perderla.
Al monstruo le es indispensable el resentimiento, por fortuna, desde niños se aprende a competir; unos ganan, otros fracasan. Los malos perdedores, los nunca favoritos y en general, los incompetentes, tienen bastante potencial. Ser monstruoso es la actitud, postura y gesto que se le aprendió a algún dios.
Los monstruos odian la luz y a veces se esconden. Lo tenebroso y el misterio germinan la aborrecible semilla. La desconfianza engendra engendros. No hay que pensar claramente, o en todo caso, hay que hacerlo mal; hablar sin razonar, actuar sin ser. Conviene ser pasional, grosero y flemático.
Un monstruo no reconoce sus errores, nadie tiene la razón, nadie está en lo correcto y nada vale más la pena que odiar todo en general. Nada se quiere cuando nada vale. Los monstruos intentaron razonar, pero no pudieron, por eso es preciso asustar a los que sí razonan en cualquier sombra, esquina o callejuela.
Conviene fruncir el ceño, ser grotesco y patético; conviene gritar, manotear y ser violento como la muerte, como sí todos tuvieran la culpa de todo lo que no tienen culpa los monstruos, los que no perdonan, los que juzgan siempre y en su contra.
No es necesario monstrear todo el día, con un ratito diario es suficiente. Sin embargo, ser permanentemente monstruoso es lo ideal, con práctica se consigue. De vez en cuando hace falta recordar motivos de rencor, frustración, odio.
Lamentablemente, con el tiempo se va degradando el ímpetu, pero hay que persistir, a un viejo monstruo le adorna bien la monstruosa decrepitud. En caso fortuito de encontrar sentido, causa o para qué de la vida, habría que perderlo. Los monstruos no quieren vivir, pero no les queda de otra. Es imposible vaciar el vacío.
De los monstruos huyen los gatos, los pajaritos y los niños, a veces les ladran los perros, a veces no. A los monstruos les gusta estar solos porque no vaya alguien a encontrarlos agradables. Ser monstruo es carecer de razón, pero soñarla, porque eventualmente, el sueño de la razón produce monstruos. Si así esto se hace, habiendo tocado fondo y casi sin percatarse, será posible decir: no hay más que disimular, me he convertido en un monstruo.