Siempre me he resistido al uso del término chairo o derechairo, al menos para el ámbito público. Su connotación sexual masturbatoria me parece bastante baja como para denigrar a cualquiera en el campo de las ideas. Según recuerdo, nació de los bots y trolls calderonistas cuando la batalla en Internet iniciaba, después del fraude electoral de 2006.
Era un término muy generalizado en la guerra de porquería del incipiente Twitter y de comentarios de diversos sitios, publicaciones y blogs en ambos lados.
Los papeles estaban invertidos totalmente gracias a un aspecto crucial dentro de la comunicación de masas: la narrativa.
La neoliberal, que fue introducida por el salinismo y continuada durante los siguientes sexenios, aunada a la validación por los medios convencionales del proceso electoral que le dio la presidencia a Felipe Calderón, solo daban cabida a una sola versión de la historia: el único camino correcto era neoliberal globalista.
Calderón había ganado la elección apretada, pero limpiamente, y el país transitaba en un camino sinuoso y complicado por la violencia de la guerra contra el narco.
Desafiar esa versión de lo que sucedía en México era suicidio intelectual, propio de quienes estaban en un punto poco menos que racional y recurrían a la alimentación de fantasías, visiones ajenas a la realidad, incurriendo en ejercicios de autosatisfacción mental. Un chairo, según definición consensuada, es el que “se autosatisface con sus actitudes”.
Como broma de amigos de mucha confianza es aceptable; a final de cuentas cada quien administra sus afectos e intimidades, pero usarlo como expresión peyorativa contra quienes no piensan como nosotros en lo público es un falso concepto de confianza y una extralimitación de respeto que se puede salir de control.
Hay expresiones coloquiales que con la fuerza de la costumbre se incorporan al ámbito público. El vocablo chairo pasó muchos filtros gracias en gran medida a la polarización que también invadió los ámbitos más refinados de debate y expresión comunicacional, inclusive en medios convencionales.
Quienes bautizaron a los chairos desde su propia lógica lo hicieron porque para pensar como ellos se necesitaba claudicar de un razonamiento sensato. Hoy, como dijimos arriba, los papeles están invertidos. La narrativa ha cambiado y eso es lo que percibimos como polarización. Los extremos no conciben versiones de la realidad distintas a la suya.
En esa lógica la autosatisfacción ideológica ahora se instala peligrosamente en todas las posiciones partidarias, pero hay un aspecto de esa forma de pensar que es preocupante en la oposición: la aferración fija que lleva a inventar problemas y amenazas ficticias.
Insisten, por ejemplo, en el cuento petatero del dictador (que se va en poco más de un año), y en la refinería como elefante blanco. Estos dos ejemplos no conceden nada a favor del presidente y su administración; son el epítome del culpar “a López” de todo lo malo.
Ahora, esa flojera y autocomplacencia mental arroja un nuevo intento: Xóchitl Gálvez.
Su “aspiración” es producto de una flojera intelectual supina, carente de autocrítica. Insisten en hablar a los convencidos antilopezobradoristas. Solo así podríamos asumir que alguien le va a creer a la aspirante que es marxista.
Desconcierta ver otrora trotskistas que respetamos apoyándola como si fuera la alternativa plural de izquierda que el país estaba esperando. En el ámbito nacional comentócratas de medios conservadores comienzan a impulsarla acríticamente.
Si esa es la mejor opción que tiene el bloque opositor, el morenismo mal hará en interrumpirlos, porque se están equivocando. No tanto por el perfil o la persona, sino que una vez más caen en lo que tanto le critican a quienes ellos llaman autocomplacidos.
Para poder llamar a esto democracia funcional, México necesita una oposición seria, no autocomplacida.