Casi en cualquier lugar, tres almas son más que suficientes para edificar un templo dedicado a alguna mentira que valga la pena
TRES. Encima de una deslavadabarra que alguna vez había sido color falso caoba, Rogelio le balbuceaba a alguna ausencia que las nubes lo traían muy loco. Un caballito rellenado por quinta ocasión desde una botella sin etiqueta, melancolizaba su desafinada voz que trataba de emparejar a la de José Alfredo.
Los restos de una nostalgia se habían transformado en un par de permanentes lagrimillas que nomás alcanzaban a inundar uno de sus vascularizados ojos. Un poco más al sur de aquel desvencijado rostro, unas emblanquecidas comisuras formaban una especie de paréntesis, cuyo centro ocupaba una boca que tenía prohibido pronunciar un específico nombre propio, que ya más bien resultaba ajeno.
¡Chúpale cabrón! Sugería persuasivamente el menos sobrio de este texto, mientras palmeaba con un ímpetu agresivo la espalda de Roxana, un transexual cincuentón que ya llevaba rato soñándose que descansaba en un recuerdo del regazo de su finada madre, sin inmutarse, por lo tanto, de aquella atenta invitación.
La escena tenía aromas a choquía, colillas de Montana y una humedad continental emparedada. La iluminación corría a cargo de un par de rayitos de sol que se lograban colar a través del vaivén de unas ridículas puertillas de bisagras, que indicaban rechinando, la bienvenida a aquel oscuro tugurio, tan negro como los ojos que no aprenden a desbordarse apropiadamente.
DOS
El propósito de Rogelio no consideraba limitaciones hepáticas ni suspiros extraviados. Desafortunadamente, cuando el olvido hace efecto, es imposible saber por qué se estaba buscando, así que Rogelio no sabía muy bien si la embriaguez era causa o consecuencia de algún dolorimiento previo o, todo lo contrario.
Su corazón había pasado de ser un alacrán emperador, a un blandujo molusco inasible sin muestras externas de ello. El sonido de un refrigerador de láminas oxidadas, en conjunto con una rocola a dieta de 10 pesos, daban cuerpo a una sinfonía de melódicas evocaciones y lamentos, cuyos escuchas, adoptaban como banda sonora de un efímero momento, que nadie iba a retratar.
Tras la aparentemente sempiterna barra, una rasposa voz más elocuente que las aledañas, en un intento por cantar, más bien declamaba un deseo por que se quedara el infinito sin estrellas y perdiera el ancho mar su inmensidad.
Mientras que la dueña de aquella lija en forma de voz, tenía que tragar un poquito de agua entremezclada con etanol para deshacer un nudo que casi siempre se manifestaba automáticamente en la garganta, consecuente, a cualquier canción que arrojara descuidadamente recuerdos, a los que, de forma involuntaria, siempre precedía un estorboso, pero discreto lagrimeo. La vieja Marisela llevaba tantos años atendiendo borrachitos, que ya no se sabía quién había inaugurado ese microuniverso, la atención o la necesidad.
UNO
Casi en cualquier lugar, tres almas son más que suficientes para edificar un templo dedicado a alguna mentira que valga la pena. Aquel pedazo de mundo estaba ocupado por una triada de motivos diferentes, que a través de la prestidigitación y un mínimo común denominador se convertía en un mismo y marítimo móvil.
Roxana despertó con una modorra diluida en peñafiel y cuatro onzas del desetiquetado contenido. Marisela había servido también tantito de lo mismo en su taza de peltre despostillado, mientras declamaba ahora, que el día que se muriera, sabía que tendrían que llorar.
Finalmente, del otro lado de la barra, Rogelio apretaba con fuerza ojos y molusco corazón mientras coreaba que quería ver a qué sabía el olvido, cuando, por fin, el ojo más reseco lograba atormentar lo suficiente.
Una inusitada comunión de memorias hacía circular mantos acuíferos portátiles, cuyos pretextos estaban enmarcados por una barra que alguna vez tuvo el color de los ojos que aprenden, otra vez, a llorar.