Improvisar es actuar considerablemente ante desconsideraciones, algo así como hacer jazz con lo que antes eran planes
A veces vivir puede parecer rutinario y de cierto modo lo es, debido, en buena medida, a que no resulta psicológicamente redituable estar siempre preocupado por lo que podría ocurrir mañana. Hay que vivir más o menos creyendo que después de esta noche saldrá otra vez el sol y probablemente será casi como todos los lunes. La rutina es eso que provoca pensar que no hay que pensar mucho en lo que pueda pasar. Así que los agradables calendarios se inventaron para dar poquito de seguridad y sentido ahí donde no había, es decir, en el tiempo futuro. Planear es intentar predecir lo que podría suceder después, algo así como temporalmente adelantarse e imaginar posibles consecuencias, por supuesto, referentes a lo que sí puede decidirse.
Se planean las compras, las vacaciones y las bodas. Se planea morir más o menos dignamente y sin sufrir tanto porque quien sabe cuánto vaya a doler. Se planea lo que se va a cenar a veces y otras veces hay que ir a dormir sin probar bocado porque se nació en una circunstancia en la que eso no se pudo planear. Los planes son como optimistas mapas mentales que consideran menos a las variaciones y más a las decisiones. Los que planean bien tienen un plan B, otro C y hasta un N, esperando que sus variantes no varíen tanto como para andar improvisando lo menos posible. Los que planean son como adivinos cómplices de una rutina. Planear es pensar muy entusiasta y a destiempo.
Los que improvisan hacen de tripas corazón. De corazón tripas no porque primero comer que ser cristiano, ateo o judío y, por mucho que haya amor, como que todavía nadie sacia su existencia con poemas, canciones o demás cursilerías. Improvisar es actuar considerablemente ante desconsideraciones, algo así como hacer jazz con lo que antes eran planes. Se improvisa cuando resulta algo que no se había considerado, llámense ausencias, faltas o déficits. Como cuando se agota el gas, llega una inesperada visita o cuando la vida resulta con menos sentido del que parecía tener en la infancia, cuando todavía no se andaba buscando.
En el jazz se improvisa, pero más o menos, porque hay que considerar escalas, límites, tonalidades y todos esos parámetros dentro de los que pueda andarse moviendo la musical sorpresa. De tal modo que improvisar sería algo así como oscilar nomás entre lo posible. A veces, los planeadores se vuelven improvisadores o más bien siempre, porque por mucho que pueda algo planearse puede “salirse de las manos” y qué bueno, porque de otro modo sería aburrido andar viviendo en un estricto plan cumplido al pie de la letra, invariable, rutinario, imbailable. Improvisar es continuar tocando, aunque se esté hundiendo el barco.
Además de ser el tiempo de los coches voladores, el futuro es eso que todavía no está, pero que, en el mejor de los casos, se vislumbra. La única complicación resulta cuando llega, porque luego se vuelve más bien presente y, antes de que alguien se dé cuenta, ya se convirtió en pasado. Es así que los que son suficientemente hippies, ingenuos o tal vez buenos improvisadores, recomiendan vivir en el presente, que además de ser eso que se contesta cuando pasan lista, es más o menos el tiempo del ahora y el aquí. Así que, como cantaba el Cerati, siempre es hoy; no mañana, no ayer, no el próximo ¡feliz cumpleaños! ni el aniversario de bodas. Así que, al parecer, los días no nacen especiales, se hacen, y quizás entonces para evitar la vida rutinaria sea mejor que no todas las noches sean de noches de boda y que no todas las lunas sean lunas de miel.