Casi todos los que escriben se hacen que no saben que le escriben a alguien, aunque es probable que a veces de verdad no sepan o en todo caso, no quieran saberlo.
Algunas cartas resultan más efectivas al remitente que al destinatario. Dicen que se escribe porque se tiene algo que decir, incluso todo eso que no se sabe muy bien cómo.
Los poetas, por ejemplo, suelen importar metáforas o imágenes que les ayudan a representar lo que se siente, pero que luego, no se sabe muy bien cómo explicar con las palabras. Y es que, como decir que alguien se siente triste nomás así, sin que resulte lo suficientemente estético no basta.
Hay que evocar un cielo nublado, un inmenso desierto o alguna otra imagen que refleje mejor eso que no se ve, pero ahí está, disponible para darle colores, formas y palabras y así, poder sentirlo.
Como resulta conflictivo ser demasiado original, hay lugares comunes adoptados con el tiempo que son más fieles al momento de ponerle forma a los sentimientos.
No se diga de los amarillentos emoticones que ahora todo mundo usa en las redes sociales y que facilita sonreír, enojarse o llorar sin el molesto ejercicio de hacerlo en realidad.
Algo muy parecido les ocurre a los pintores, que representan lo inasible del mundo de las ideas y grafican lo huérfano de formas, líneas o colores.
Todo para que los dignísimos observadores, lectores o contempladores más o menos entiendan lo que se quiso decir que podía sentirse o algo así.
Pintan paisajes para hablar de soledad, coraje y finitud, pintan una pipa que es todo menos eso que parece.
Para representar, el agua ha sido un recurso inagotable. Tal vez su transparencia, fluidez o esa característica de tomar la forma de lo que la contiene, la vuelve metáfora favorita al momento de expresar casi cualquier cosa.
Las lágrimas son muy parecidas al agua del mar, con la única diferencia de que los bordes que contiene a la segunda no están tan al alcance de un pañuelo para intentar disimularla.
La inmensidad del mar le resulta suficiente a los artistas para poder expresar medianamente lo que de otro modo sería, más bien, ridículamente breve o quizás irrelevante. Pero bien dicen los terraplanistas, hasta el mar tiene sus límites, es el caso de las olas, que son algo así como las pestañas de un gran contenedor de lo que parecen lágrimas, pero no son.
Las olas vienen y van, se rompen y toman fuerza, remojan la orillita de las playas como con mucha nostalgia, algo así como queriendo quedarse, pero también irse y regresar. Se quedan breve y temporalmente, poco, pero vuelven más grandes o más pequeñas, aunque, según Heráclito y su metáfora hidráulica, quizás nunca sean la misma.
Cuánto queda de una ola que se fue cuando regresa. Las olas no parecen vivas, lo están. Andan acariciando de a poquito lo que alcanzan de la arena que no son, pero contienen y que, al mismo tiempo, las delimita y agota.
Son horizonte desdibujado, cielo cruel y arena breve que fácil se va de las manos porque tiene otro destino, nunca tan definido como resulta en las pinturas o en los poemas. Toda el agua del mundo es más bien siempre la misma, unas veces en los ojos, otras en el mar.
De tal modo que no resultaría sorprendente pensar que los poetas, pintores u otro ente que se auto identifique como artista, escribidor o metaforizador cualquiera, recurra frecuentemente a representar lo que no sabe cómo decir de otra manera, algunas veces a través del cielo, otras del desierto o del agua y sus contenedores múltiples.
Puede sorprenderse el que intente escribirle a alguien que no sabe o se haga que no sabe quién es, mandando náufragas cartas sin destinatario alguno, sin fecha de entrega o posdatas escondidas. Porque el que escribe, tiene algo que decir, aunque lo diga mal, tarde y nunca. Porque a veces, para resultar más didácticos, aunque se escriba sobre el mar, se habla más bien sobre el nostálgico oleaje casi impersonal.