Stendhal y el arte en tiempos de las redes sociales (II)
Hace una semana hablábamos de un padecimiento psicosomático que puede lograr que el turista más entusiasmado por el arte o la cultura sufra un standhalazo. Así es: mareos, confusiones, elevación del ritmo cardíaco, entre otros síntomas, son habituales en el llamado “síndrome de Stendhal”, una condición pasajera que es provocada por la contemplación de obras de arte.
Finalicé mi participación anterior diciendo que posiblemente, este tipo de sensaciones sean cada vez menos frecuentes en un mundo dominado por el vértigo de compartir en redes sociales lo que experimentamos.
Ahora nuestra visita a los museos, exposiciones o galerías está dominada por las fotografías que tomamos para subirlas a Instagram (o cualquier red social de su preferencia).
He visto a muchas personas que prácticamente no se detienen a ver un cuadro; suben la foto y siguen su recorrido, dejando tras de sí la oportunidad de tener una experiencia estética a la manera de Stendhal.
Pero a pesar de lo decepcionante que pueda sonar tal estado de cosas, considero que no debemos tener una visión apocalíptica ⎯ presente en todo aquel que acuña frases como “antes todo era mejor” ⎯, más bien podríamos integrar esta experiencia.
Es conocido por todos que la manera en que nos relacionamos con el mundo se ha modificado bastante desde la aparición del teléfono móvil y posteriormente con el smartphone. El filósofo italiano Maurizio Ferraris dedicó un libro bastante serio al análisis de la “Ontología del teléfono móvil”, o lo que en palabras sencillas podría significar el desentrañamiento de una herramienta tecnológica que en nuestros tiempos se ha vuelto tan indispensable como útil: es cámara fotográfica, grabadora de voz, procesadora de texto, tienda online, banca móvil, computadora y ¡ah! también teléfono.
La idea de Ferraris se centra en que nuestra manera de relacionarnos con la realidad ha cambiado sustancialmente, toda vez que ahora somos eternamente localizables y presentes, independientemente del lugar del mundo en el que nos encontremos. Antes, bastaba con no estar en casa para ser inaccesible a quien nos quisiera buscar a través de una llamada.
Además de ello, lo hemos convertido en una herramienta de trabajo donde escribimos correos electrónicos, atendemos pendientes relacionados con nuestra actividad laboral o nos mantenemos en contacto con clientes, compradores, etc.
En este sentido, Ferraris afirma que el celular se ha convertido en una extensión de nuestro cuerpo, específicamente de la mano, y como vemos en este tema de la contemplación, posiblemente también de nuestros ojos.
En este contexto ¿qué deberían hacer los museos e instituciones del arte? ¿pasarse al bando de los nostálgicos por el pasado y por las experiencias stendhalianas o tratar de integrar esta herramienta que se ha convertido en una extensión de nuestra existencia? El debate aún está en el aire. Hay directores de museos que desean pegar una advertencia en la entrada que prohíba el ingreso a personas con smartphones para instarlos a “abrir su corazón”. Sin embargo, quienes trabajamos con jóvenes y adolescentes en las aulas, sabemos la dificultad que entraña despojarlos de su herramienta más preciada.
Bastante más acertada me parece la postura que importantes museos tienen a este respecto. Instituciones como el Museo del Prado o el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, decidieron integrar los celulares en lugar de prohibir.
Desarrollaron aplicaciones que pretenden potencializar la experiencia en un museo incluyendo herramientas que, por ejemplo, nos muestren imágenes de las obras con extraordinario detalle, con una calidad y cercanía casi imposibles para el ojo humano y el visitante común. Amén de todos los datos históricos del museo y de las obras que podemos encontrar en tales plataformas.
¿Sería muy descabellado comenzar a verlo en México? A muchos nos gustan los museos tradicionales, no hay duda, pero en este constante paso del tiempo, las nuevas generaciones los ven como entes obsoletos, cada vez más fosilizados. Quizás y solo quizás, adaptar a estas instituciones a la nueva realidad podría hacerlos parecer más amigables, el reto siempre será cómo hacerlo.