El respeto al vicio ajeno
Se considera que un vicio es todo aquel mal hábito que puede perjudicar al que lo adopta, es decir, para que alguien se convierta en un vicioso, debe de haber otro alguien que no lo sea y que pueda juzgarlo como tal.
El vicio conlleva una carga moral sobre lo que está bien o mal hecho, terrenos escabrosos en los que unos se sienten con mayor autoridad que otros, a veces nomás porque algo les provocó el sueño de la razón.
Juzgar es fácil, de algún lado tiene que salir la certidumbre de que se está viviendo bien, o al menos, mejor que los otros.
Por eso, es conveniente darse de vez en cuando golpes de pecho para sentirse racional en esos campos del actuar, no vaya siendo que los otros puedan ser mejores personas, incluso, con todo y vicios.
De entre la múltiple opción de vicios disponibles a elegir en el transcurso vital, hay una gran variedad, o más o menos.
Casi cualquier cosa y actividad puede convertirse en un mal hábito, sabiéndolo aprovechar. Están los legales y más reconocibles como el alcohol, el tabaco o las gorditas de chicharrón, pero hay muchos otros productos y actividades en las que la línea de distinción es más delgada.
A diferencia de la coca cola, nadie pensaría que el consumo de vitaminas o paracetamol pueda convertirse en vicio, o qué decir del deporte, que se ha envuelto en una estigmatizada y benéfica actividad en un país de gorditos sofocados, que lo único que quieren es sentir bonito mientras le muerden a su gordita, esa es su meta.
Adoptar vicios puede tener muchas génesis, pero tal vez, la principal sea el placer, o más bien, su ausencia.
Todo vicioso consagrado en algún momento fue primerizo. El sabor de cerveza o vino es un gusto que se adquiere, no se diga de las bocanadas de humo que conllevan, además, toda una ritualización entre manos y boca.
Los vicios tienen que ver, sí, con lo que provocan en el cuerpo, pero también, con lo que surge en los afectos y emociones, es decir, en el alma.
Una borrachera nunca es solo eso, siempre es un convivio amistoso, familiar o romántico, una fiesta líquida.
Así que es entendible que, en un mundo de tanta represión, muchos opten por buscar libertad al otro lado de la cruda realidad, en una más relajada, de amigos y amantes, de paz, al menos, hasta que se demuestra lo contrario.
Las campañas antialcohol y antitabaco nunca le van a ganar a las publicitarias que promocionan los diabólicos productos, y menos, con esas soluciones chafas en las que se pretende castigar a los que solo quieren tener un poco de decisión para echarle al cuerpo humo, alcohol o manteca, por encima de todas las demás decisiones que no tienen.
Castigar a los borrachitos con multas o impuestos extra en las bebidas, ha servido para reducir el consumo tanto como castigar a los panzoncitos subiendo el precio de las tortas.
En una de esas, los viciosos no dejan de lado su espíritu competitivo tal como los adictos al deporte, que tal que para ellos un obstáculo es más bien un incentivo.
Los presumibles dueños del bien adoptan al conductismo, aplican estímulos y castigos para intentar corregir conductas al servicio de quién, ¿la moral? ¿Las buenas costumbres? ¿El capital? ¿Diosito?
Lo malo de muchos viciosos es que se metan con los demás, evitando eso, ¿hasta dónde cada quien puede elegir los suyos? Qué tal que el respeto a los vicios ajenos fuera la paz.
Pero no, ahí andan los moralmente superiores prohibiendo, queriendo convencer a los pobres lonjuditos, briagos o chacuacos que dejen de hacer lo que hacen porque ese camino no es el indicado, no como el que ellos aprendieron que es. Como si en eso de estar vivo las instrucciones fueran tan claras.
Como si cada quien no tuviera derecho a tomar, adecuadamente, sus propias malas decisiones. Los vicios que se adopten se harán dependiendo del catálogo de elecciones disponible, llámese tabaco, alcohol o mínimo, suponer que se vive mejor sin vicios.