Diciembre es el lugar de los temblores
Que sirva de prólogo la advertencia de que si se pretende encontrar una sesuda, importante o aduladora reflexión política, científica o artística en estas líneas, no es éste el lugar más adecuado. Nunca lo ha sido.
Estas letras tampoco van sobre lo importante que es beber la cantidad adecuada de agua al día o cómo conseguir una saludable digestión mediante fibra natural.
De ninguna manera aquí se afirmará que un mundo comunista es mejor o que ahorita los planetas se movieron de tal modo que las buenas noticias están esperando en la más próxima esquina.
Sin embargo, y aún después de haber advertídolo, si se cuenta con a lo mucho cinco o seis minutitos que no se hayan ya destinado a otra más productiva finalidad, podrán bien emplearse para encontrar a alrededor de 700 vocablos amontonados en parrafitos, que el editor habrá adecuado a su propio criterio y gusto.
Este texto no es un poema, aunque ojalá, esto es más bien, el bosquejo de una idea sobre el temblor, o más o menos. Aquí se dice algo sobre el mes al que le dicen diciembre, porque antes nomás eran 10 y era el último, aunque ahora sea el número 12 y debería de llamarse más bien como doceiembre, aunque no suene también y sea bastante difícil de pronunciar.
El último mes del año que pocos esperan sea el último porque no se puede andar muy cómodo sabiendo que así será. Todos tienen un último diciembre, pero no se va a profundizar en eso, porque a nadie le gustan los lectores tristes o bueno sí, pero no tanto ni aquí y esto tampoco es un nostálgico o triste cuento, aunque ojalá.
Aquí más bien se va a afirmar una cosa: el cuerpo tiembla de vez en cuando para generar calor, uno autosustentable. El temblor es algo así como un mecanismo de defensa para cada vez que algo ofende al cuerpo, aunque no se sepa muy bien qué.
Temblar es una bonita palabra muy parecida a templar, nada más que el centro de una apunta para arriba con la be y el de la otra para abajo con la pe. Eso no tiene nada que ver con que una se refiera a esa sacudida de contracciones musculares, a tiritar y la otra, tenga más bien relación con algo así como buscar un equilibrio.
El cuerpo usa el temblar para templarse, al menos para intentarlo. Temblar suele ser un movimiento espontáneo en el cuerpo y también en donde habitan los cuerpos. Cuando el cuerpo tiembla hay que abrigarlo, abrazarlo o sumergirlo en agüita caliente, darle tantito calor.
Se tiembla por miedo, frío, ansiedad o enfermedad. Se tiembla porque no se sabe muy bien qué va a pasar y el cuerpo produce su propia esperanza de calor para lo que se aproxime.
Temblar sucede cuando el cuerpo quiere seguir cálidamente viviendo, aunque la mente todavía no se haya enterado. Lo que no vive deja de temblar, se enfría y ya ni hace falta que se mueva.
Afortunadamente aquí, en donde se escriben estás escuetas líneas de palabras, que a veces apuntan para arriba y otras para abajo, hace suficiente frío en diciembre, unas veces más que otras, al menos hasta que sea el último décimo segundo mes.
En diciembre aquí la gente sale a las calles adornadas con lucecitas para recordarse temblar, aunque no sepa. Ahí andan muy contentos y abrigados recordándose que están más o menos vivos y que puede producir su propio calor, apoyados, por supuesto, con chamarras, gorros, guantes y bufandas.
Recordando ese calor que nunca está demás compartir con otros temblorosos cuerpos, y así, enterándose de la propia calidez, a veces, a través de la ajena.
La vida es calor y el cuerpo tiembla para no olvidarlo, aunque sea nomás tantito y más en cierto mal nombrado mes del año. Además de no tratar sobre todo lo que no trata este texto, además de no ser un poema, un cuento o una sesuda reflexión política, este texto son cursis buenos deseos desde quien lo comparte para lo que venga después, que ojalá, sea más temblor.