Los gritones
Con el paso del tiempo se va adquiriendo el volumen adecuado de la voz, se aprende a solo gritar en casos de emergencia buscando llamar la atención o para expresar emociones de difícil contención. Se grita en las fiestas, en conciertos y ante algún discurso a solicitud del orador.
El grito es la alarma portátil con la que cuenta la maquinaria humana que, al no considerarse necesaria, se apaga. La regulación del volumen vocal se adopta después de enterarse que no cualquier lugar o momento son oportunos para levantar la voz, es un recurso, que las más prudentes bocas contienen, lo más que pueden. Gritar es a los imprudentes lo que hablar quedito a los sabios.
Al tener algo que decir, se calcula la intensidad y volumen que requiera el mensaje, pareciera que la prudencia requiere no gritar tanto ni tan seguido.
Ante la necesidad de hacerse escuchar de vez en cuando, se aprende también a chiflar, aplaudir y a poner música a un volumen alto. No es raro encontrarse de vez en cuando con sonidos no solicitados de alguno que otro expresivo que considera urgente invadir los silencios ajenos. Los micrófonos se inventaron ante los limites sonoros de la voz.
Para ciertos actos, el volumen con el que viene provisto el cuerpo es insuficiente. Hablar a través de una bocina supone cierta importancia en el discurso, aunque no es requisito ineludible. Los parlantes pretenden quitar la simpleza sonora con la que las palabras suelen emitirse. Entre charlas comunes no se grita, es mejor desconfiar un poco de quien además de hablar por micrófono también grita.
Los estadios de futbol, las exhibiciones de lucha libre, los conciertos, bailes o mítines políticos son gritaderos públicos en los que se elevan consignas referentes a las emociones en cuestión, el emisor se convence de que tiene algo importante que decir a otros oídos además de los propios, sus incontenibles expresiones se manifiestan, lo de menos es el objeto al que se dirijan.
Los que manejan micrófonos aprenden que es importante incentivar los gritos de los oyentes para estar al nivel adecuado Después de los ruidosos eventos los oídos quedan zumbando cuando vuelven a un volumen moderado.
Gritar no tendría tanto sentido si se hiciera siempre. Acallar la voz también se aprende como actividad que supone experiencia, cualquier sonido es ruido potencial en los oídos con ganas de silencio, aunque los zancudos y los trenes no se den por enterados.
Los ejemplos sobran cuando se trata de alguien más. La cuestión está en que todo ente sonoro es vulnerable de importunar oídos extraños; aunque luego, al juntarse dos o más ruidosos podrán sentirse dignos de expresión pública, podrán incluso, sentir que vale la pena que sean escuchadas sus voces o gritos.
Les llamaran discursos, oraciones, canciones o hasta poemas y pueden creer que el auditivo mundo no tiene por qué privarse de dichas experiencias y aunque sospechen que por alguna extraña razón alguien podría preferir el silencio, les bastará ignorarlo.
Ponerse en oídos ajenos también se aprende con el tiempo, unos mejor que otros, porque los timbres, cláxones, silbatos, celulares, palmas y en todo caso las voces, siempre están disponibles para ejercer inapropiado uso.
Gritar a veces es necesario, alzar la voz a la mitad del foro, cantar de gusto, tristeza o hasta coraje, elevar la palabra, el discurso, hacer ruido con lo que se tenga a la mano: aplaudir, chiflar o zapatear; la expresión necesita canales, válvulas de escape.
Todo eso es comprensible, lo incomprensible resulta al suponer obligados a todos los oídos a escuchar lo que no quieren. Cada quien tiene tanto derecho a gritar en medida del respeto al silencio ajeno, a las voces moduladas, al sonido de los grillos en la calle.
Lo más probable es que se aprenda a vivir con ruido, a ignorar las campanadas, los conductores con prisas, los repetidos discursos políticos y las fantasmales explosiones. Aceptar las disonancias es señal de un ejemplar civilizado. El costo de un boleto hacia la modernidad, es navegar permanente, entre el ruido.