Sectores de la clase media se confunden. Desde hace más de un siglo, cuando el pensamiento marxista irrumpió en el mundo para explicarnos las lógicas de poder como “lucha de clases”, se confunden las ideas y se intercambian acusaciones.
Establecer la lucha de la división social del trabajo tiende a apartar, pero no en función de odiar a quienes tienen mucho, sino en mitigar su tendencia a la acumulación.
Sin embargo, persiste la desconfianza donde, quienes tienen se sienten amenazados, y quienes no tienen se consideran explotados, abusados. Y como en todas las situaciones complejas de la vida, ambos pueden tener su parte de razón.
El gran problema es que la clase media está en medio de ellos y le sucede lo mismo que a los mestizos de la sociedad de castas: nadie de los otros extremos los termina de aceptar y por temporadas oscilan, muchas veces solitarios, entre los potentados y los marginales sin casta.
En ese espejismo, la clase media tiene, se supone, lo suficiente para considerarse privilegiada. Perspectivas aparte: en nuestras sociedades suplir lo básico con la seguridad mínima de que se es viable a mediano plazo es considerado un lujo.
En los últimos siglos, las sociedades prósperas han sido medidas por su clase media en qué tan viable, numerosa y estable es como el punto medio, colchón entre quienes tienen de sobra y quienes no pueden asegurar un plato de comida al día.
Los Estados Unidos de la posguerra tuvieron una clase media saludable, numerosa y saciada. No vivía en función del despilfarro sino de una elemental suficiencia: tener educación, salud, alimentos, diversión, unas vacaciones más o menos modestas al año y una jubilación digna. En sociedades desiguales lo anterior suena a lujo, pero eso es o debería ser, sencillamente, ser de clase media.
Mucho se ha escrito y analizado respecto de la clase media, desde diversas perspectivas, en momentos históricos y lugares. Primero Bradshaw, luego Marx —padre de dicha teoría y la base de sus definiciones—, Fraina en EEUU, López Cámara en México y actualmente Feinman en Argentina.
Pero la clase media vive un trauma inherente a su condición de estar ‘en medio’; tiene dificultades para asumirse. Reniega de ser clase media, no quiere. Quiere ser rica —lo cual difícilmente logrará— y tiene pavor de ser pobre.
Alguna vez escuché a un psicólogo que advertía el término “adolescencia” como particularmente agresivo con los adolescentes, “¿A quién le gusta que lo definan como alguien que se ‘duele’ de vivir una etapa?”.
Por ser un momento transitorio entre la niñez y la juventud adulta, el adolescente se vive rebasado por sus muchos cambios y, en el proceso vive numerosas crisis; una de ellas, por cierto, es la de identidad —acaso la más importante. Sin embargo, a falta de un tecnicismo mejor se les seguirá endilgando el sambenito ‘adolescentes’ y seguirán adoleciéndolo.
Algo similar le pasa a la clase media. Vive en cambio constante, que bien podría considerarse el cambio aspiracional: quiere ser clase alta pero su movilidad social difícilmente la instalará entre los ricos. Los índices de movilidad social, muy mermada en las últimas décadas, apuntan a convertir al pobre en clase media, pero estadísticamente es muy difícil respaldar el ascenso de media a alta.
En función de esa crisis de identidad, la clase media se confunde. Y eso es parte de lo que vimos en marchas como la del domingo.
La clase alta lo tiene claro; preocupante es la clase media, que enarbola luchas y consignas de clase alta en una preocupante disforia que la lleva a la confusión, primero en asumirse algo que no es. Luego, en comerse todas las trampas discursivas que le sirven, ver petates del muerto y actuar en función de quien quiere ser.