Como electricidad
En aquella espesa madrugada no cabía un alma más en el bar. Parecía como si todos los tímidos de la ciudad se hubieran puesto de acuerdo para encontrarse en el mismo sitio y, después de haberle añadido la suficiente gradación alcohólica a la sangre, pudieran echar a andar fácilmente la hidráulica maquinaria de una socialización ya urgente por la hora. En la calle sonaban sirenas y adentro una rápida canción en inglés.
Al borracho uno le gustaba relacionar su vida con algunas escenas de películas porque, de ese modo, podría encontrarle más o menos cierto sentido lógico o consecuente a los sucesos cotidianos que de otro modo serían absurdos.
De cualquier manera, algunas veces la vida pareciera haber sido escrita por algún dios-director deschavetado al que le gustaran las tramas bizarras sin innecesarios o cursis finales felices. Para ese momento su interlocutor, el borracho dos, ya había perdido el inter porque se le habían sobrepasado las cucharadas del jarabe anti timidez.
La conversación que más bien era ya monólogo, se centraba en describir cierta película sobre un niño que se convertiría luego en un gran bailarín. El borracho uno sintió que por fin entendía una de las escenas que, a pesar de haberla visto hacía muchas madrugadas, recordaba todavía a la perfección. Pareciera como si a veces, los recuerdos fueran piezas de un rompecabezas que solas se van acomodando con el tiempo suficiente.
Casi al final de la película, contaba el borracho uno, antes de la gran actuación del bailarín ya adulto, los profesores de la academia de baile entrevistaban al potencial bailador. Parecía que no le había ido tan bien. Antes de salir del salón, una de las entrevistadoras pregunta, ya para finalizar, cómo se sentía al bailar, a lo que apresuradamente contesta que no sabía. Los entrevistadores bajaron entonces la mirada, dejando ir los restos de esperanzas que tenían sobre otra probable respuesta, pero ahí no acababa la escena.
El mozalbete toma aire y comienza a describir lo siguiente: “se siente muy bien, al principio me engarroto pero cuando empiezo a moverme lo olvido todo y todo desaparece, todo desaparece y siento como un cambio en mi cuerpo, como si tuviera fuego por dentro y me veo volando como un pájaro, siento como electricidad, siento electricidad”. Es entonces que uno de los entrevistadores interrumpe para despedirlo deseándole un buen regreso a casa.
El borracho dos, con sus cristalizados ojos muy abiertos y en una especie de complicidad tácita, suelta una infantil sonrisilla que externaba éxito en el entendimiento.
Los dos protagonistas de aquella escena dentro de otra, sostuvieron entonces al unísono los restos del amarillento líquido que se agotaría después de chocar sus contenedores.
El tumulto no permitía poner especial atención en aquellas dos casi imaginarias presencias que habían encontrado un sentido a lo que otrora se le había ocurrido a algún guionista de Hollywood cuyo nombre no era necesario recordar.
La madrugada siguió su curso como siguen todas. Estaba próximo a salir el sol y los pájaros comenzaban a revolotear afuera mientras alguien apagaba las luces porque ya no eran necesarias. Los que más temprano eran tímidos, se habían convertido en cuerpos automáticos que buscaban regresar por donde habían llegado.
El barman tomó la cuenta y regresó unas cuantas monedas que habían resultado de una resta mal hecha. “Ya váyanse a sus casas”, profirió indicativo.
Aquel bar parecía ahora un solitario salón de baile en el que cabían todas las ausencias. El tumulto se había dispersado y no quedaba más que seguir la narrativa de un guión en el que los personajes no tienen más nombre que un número.
En la calle sonaban los cláxones de los camiones que comenzaban a pasar, reproduciendo lentas canciones en español. Y entonces, el absurdo cotidiano, regresaba a la escena.