La distancia entre el Estado Neoliberal y el Estado de Bienestar son varias de las 20 reformas que hoy propone López Obrador.
Desde el sexenio de De la Madrid que distrajo la energía social del país en la solución de la década mexicana perdida, también estableció la lógica del capitalismo global y financista como principios de transformación de un Estado obeso y estorboso.
La panacea era apuntar a la actividad productiva hacia los designios del mercado. Suponiendo que la fórmula funcionara en sus términos, no ocurrió porque la reestructuración derivada de todas esas reformas resultó un dulce envenenado con capitalismo de cuates y un diseño que, de facto, mantuvo la riqueza generada en la parte alta de la pirámide socioeconómica.
El salinismo lo enarboló con un uso agresivo de los medios de comunicación, y se encargó de apuntalar el gran relato en la transición de la economía y la sociedad mexicanas a etapas de prosperidad y modernidad que nos sacarían de los funestos ciclos de crisis cada seis años desde 1976 y ponernos, por ejemplo, con el TLCAN en la antesala del primer mundo.
Para eso era necesario llevar a cabo varias “reformas estructurales”. A saber: la energética, fiscal, laboral, educativa, financiera, de telecomunicaciones y a ellas se sumaron las del Estado mexicano que incluían la judicial y la política.
El diseño que nos vendían era el de un Estado Neoliberal. Lograron implementarlo en muchos aspectos, pero no en todos.
Sostengo la hipótesis, en una variante de lo afirmado desde hace lustros por Noam Chomsky, de que el neoliberalismo y su capacidad corruptora no solo de políticos y partidos sino del mercado en su conjunto, fue decisivo en cómo se malogró también el proceso de transición democrática en México, y condujo a la crisis actual del sistema de partidos.
Y es en esa coyuntura que emerge el lopezobradorismo ofreciendo el proyecto llamado ‘cuarta transformación’ como alternativa de desarrollo al neoliberalismo que para fines prácticos no cumplió sus promesas de prosperidad y sí nos dejó indicadores alarmantes en cuanto a pobreza e inseguridad.
Ya transcurrió el sexenio de López Obrador, solo le quedan nueve meses. En ese proceso las propuestas que acaba de anunciar, en materia de reformas constitucionales tienen una carga ideológica más inclinada al Estado de Bienestar.
De hecho la primera lleva precisamente el nombre asociado a lo que en teoría política llaman en inglés, “welfare”, bienestar. Está relacionada con las pensiones a adultos mayores, becas a estudiantes de familias pobres y apoyo a los campesinos que trabajen sus tierras.
De la lista hay otras reformas ampliamente ligadas a los estados que en décadas pasadas se llamaron ‘socialistas’ en Europa: becas productivas, pensiones justas y mejora al poder adquisitivo del salario.
También, como en los estados europeos, apunta a la restauración del ferrocarril como medio de transporte colectivo para la población.
Sobre esto último, la perspectiva productivista donde solo puede implementarse lo que sea rentable comienza a perder fuerza dentro del gran relato colectivo y es desafiada por una idea que para los estándares de la Escuela de Chicago es herejía: no necesariamente se hará lo rentable, sino lo que favorezca al colectivo.
Por eso no hay temor a exagerar en llamarlas reformas estructurales, en oposición al entramado neoliberal.
Si acaso nos da curiosidad saber de qué tratará la campaña presidencial, López Obrador ya dejó al electorado, a las campañas y a los círculos de opinión un grueso paquete para reflexión y discusión.
Si queremos continuar con la restauración del Estado de Bienestar en contraposición al neoliberal, los mexicanos podemos optar (o no) por quienes enarbolen esas 20 reformas.
Sea que se voten en esta Legislatura, lo que luce remoto, o que se ofrezcan como plataforma de campaña para que el Congreso instalado el próximo primero de septiembre las apruebe y el todavía presidente AMLO las promulgue antes de irse. Hay que discutirlas.