Vivir el desierto
La Mancha es una localidad de Villa de Cos. El lugar está en el desierto norte del estado de Zacatecas. Allí se llega y sale por un camino de terracería –imagine la polvareda al transcurrir–. Entre las referencias antiguas del lugar es que esa tierra fue parte de la Hacienda de Sierra Hermosa, lo más antiguo es que era propiedad de españoles ennoblecidos. Mucho más antes fue por donde transcurrían chichimecas –ellos no eran de lugar, vivían–.
El nombre de La Mancha es, lo supone el licenciado Jesús Gaytán Rivas, el efecto de la lectura del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. La creencia proviene porque otro lugar próximo es El Rucio –distante a 50 kilómetros de terracería–. La coincidencia entre la residencia del hidalgo y la alusión al burro, proviene más de saber del Quijote, que de la simple intuición.
Los datos citados están en Memorias de un manchego, el nuevo libro de Jesús Gaytán Rivas. En el texto usted mirará indagaciones in situ; recuerdos, muchos recuerdos; exploraciones etnohistóricas; referencias a redes y vínculos de quienes no eran actores del régimen y se hicieron parte de él, e incluso dirigieron instancias de poder en el Zacatecas del siglo XX –el escritor nos indica las estrategias: insistir a golpe de estudio, capacidad en forjar nexos en las relaciones de dominación y harto trabajo de campo en lo político–.
Anteceden a Memorias de un manchego los libros Los valores del Quijote para la vida cotidiana (2010); Memoria de una Gran Maestría 2002- 2005 (2017); y, General Jesús González Ortega, el soldado de la Reforma (2021).
Memorias de un manchego es el testimonio de cómo un niño de La Mancha anduvo a campo traviesa cuidando animalillos en el Viejo Mar del Norte –así llamo lo que designan los arqueólogos e historiadores el Mar Chichimeca (Mazapil)–. En el libro hay vivencias de un adolescente, quien sin romantizar lo rural se impuso en una ciudad norteña (Saltillo) para estudiar, ir al cine, trabajar, leer, conversar con adultos, dar trompadas con otros de su edad. Hay otros episodios, casi inverosímiles: beber agua aterrada, evangelización con aviones, escuchar amontonados el radio. El relato principal es transcurrir el desierto, y lo hace sin lamento.
En la lectura se generan preguntas: ¿Cómo era, funcionaba y se concebía lo real en una parte del mundo rural del desierto? ¿Qué ofrecía el sistema dominante para incluir, seleccionando, a quienes no provenían de las heredades reconocidas; cómo se esforzaba para remontar los déficits e incluirse en los medios de inclusión –las escuelas, las sociabilidades, las redes estudiantiles, la voluntad individual y la colaboración de la familia–?
¿Las tierras son tanto como las narra Rulfo, o la realidad tiene derecho a ser contada? ¿Cómo eran los estudiantes no autoconceptualizados de izquierda en la Universidad Autónoma de Zacatecas? ¿Cómo es la carrera de ascenso y permanencia de un hombre del régimen dominante? Parte de las respuestas están en Memorias de un Manchego. Este libro indica cómo se mantiene la liga secular a la tierra de donde se proviene.
Usted disfrutará este libro por sencillo, realista, buena pluma, terrenal, sin metáforas excedidas. Es una obra de una persona que practica sin exhibición el Arte Real. El autor no procura grandezas, porque desee estar en eso que llaman Historia, en su estilo nos muestra cómo gira el universo, desde una localidad que quizá nunca hubo más de 150 habitantes en el transcurrir cotidiano.
Lector, vaya a las Memorias de un Manchego para recordar, mirar y reflexionar sobre nuestros respectivos universos.