Fue hace 13 años. Un amigo consultor me llevó a una empresa para platicar con el dueño, porque necesitaba agregar a un especialista en comunicación organizacional. El negocio, mediano, facturaba decenas de millones de dólares y despuntaba en la región con la distribución y elaboración de productos de creación propia.
El dueño nos dijo: “quiero hacer la empresa más productiva. He intentado muchas cosas. Primero he querido que la gente piense en este lugar como una extensión de su familia, pero terminan distrayéndose mucho y complicando procesos y políticas que deberían ser mucho más fáciles”.
Escuchábamos a un empresario genuinamente preocupado por su negocio, alguien que había trabajado por muchos años en un corporativo transnacional, que hizo fama por ser un lugar excepcional para ganar mucho dinero, pero que había cobrado la salud familiar de muchos de sus principales ejecutivos.
“Supe salirme a tiempo. En su momento encontré esta oportunidad de negocio, pero muchos otros amigos y compañeros siguieron allá y la gran mayoría terminaron divorciados; no quiero que eso pase aquí, por lo que haré una transformación organizacional. Puede no salir en términos productivos, pero asumo el riesgo”.
En toda la conversación estuvo presente su hijo, que estaba a un semestre de graduarse de Administración de Empresas en una universidad privada. El joven solo escuchó en silencio.
Prosiguió el fundador: “ya no quiero que en esta empresa la gente haga vida social, pastelitos de cumpleaños, ni nada por el estilo; quiero que vengan a trabajar”. Al escucharlo no pudimos ocultar nuestro desconcierto, ya que venía de cuestionar el perfil poco humano de la empresa para la que había trabajado muchos años.
“Pero eso sí: quiero que para las 5 pm se vayan todos a sus casas, a tener vida personal. Eso no es negociable”.
Nos extrañó su actitud, pero al ver la claridad en sus ideas, precisamos algunos detalles de su petición y nos pusimos a trabajar. Eventualmente le ayudamos a establecer un sistema que modificara su cultura organizacional a ser una empresa muy enfocada en la eficiencia y el uso del tiempo como recurso.
En general estaban mal vistas las salidas después de las 5:30 pm y si algún empleado reincidía más de dos o tres veces, el supervisor o su superior, los llamaba a cuentas para corregirlo. Podía haber ciertas temporadas de carga, pero debían reducirse al mínimo. La regla era que los trabajadores debían salir puntualmente.
El dueño, de su propia cosecha, impulsaba la vida familiar y el valor de la amistad. Alguna vez un grupo de empleados se le acercó para que patrocinara un torneo de futbol interno, a celebrarse los sábados fuera de horario laboral. Accedió sin pensarlo. Por muchos años continuó siendo un impulsor decidido de la vida personal.
Años después llegó al lenguaje empresarial el término “sueldo emocional”. Esta empresa, sin llamarlo así, era un acabado modelo de proveerlo a sus empleados. Tanto, que un grupo de estudiantes de comunicación pidió la oportunidad de estudiar el caso.
Al principio el fundador no quiso “revelar” sus secretos. “Creo que mi caso es muy atípico; ha dependido de que yo vigile la salud organizacional de la empresa, pero es difícil que todos los dueños o directores generales puedan darse el tiempo de hacer lo mismo que yo.
“Mi caso ha sido una combinación de esmero, convicción, pero sí mucho de suerte; tengo colaboradores excepcionales en otras divisiones, como ventas y producción, que sin dejarlos a un lado, no debo hacer mucho para supervisarlos”.
Tiempo después, nos volvió a buscar su hijo, el joven que había escuchado la conversación inicial y ahora era el administrador de la empresa. Su padre se perfilaba a dejar la dirección; su jubilación se precipitaba por un problema de salud.
Nos citó en su oficina, “¿se acuerdan de la plática inicial que tuvieron con papá hace años? Bueno, pues creo que ahora debo hacer exactamente lo contrario”.
Chocaron dos formas de eficiencia. A la próxima le platicaré lo que sucedió.