La utilidad de medir el tiempo
Todavía no se sabe por qué hubo necesidad de medir el tiempo. Algo motivó buscarle nombre a todo lo que implica temporalidad. El tiempo entonces, era eso que pasa sin saber lo que era, casi como ahora, pero menos nombrable.
Curiosamente, la primera unidad mínima se nombró segundo; no primero, no último. Luego, la diminuta parte siguiente, minuto se nombró y la que podía contenerlos, hora se llamó. Hora no es ahorita ni ora, sino 60 secundadas casi mínimas unidades.
Las clasificaciones fueron creciendo según la capacidad de contención. Se nombraron luego días, meses o años buscando la certidumbre de poder nombrar lo que en otro momento no se sabía que estaba pasando. Hubo que bautizar con criterios discretos eso que no se ve pero que pasa y pasa y pasa: el tiempo.
Como el tiempo nació sin forma, volumen o apariencia alguna hubo que dársela. Se buscó algo que todos vieran. Ahí estaban el sol y la luna disponibles, siempre yendo y viniendo. Se inventaron los relojes y mal llamados calendarios que son más bien lunarios para colgarlos en la pared y portar en la muñeca lo inventado. No vaya luego a olvidarse lo que está sucediendo en el tic tac, ése que pasa y pasa, aunque no pase nada.
Hubo que ser conscientes del tiempo porque hacer algo consciente es pensar en ello, evocarlo, sentirlo. Se colgaron gigantes relojes en casi todas las ciudades, en las iglesias o edificios importantes y disponibles a los ojos de los que así lo requirieran: un tiempo público. Aparentemente inagotable, tic más tac, siempre ausente, presente y vislumbrable. Conceptos sobre el tiempo que no cambian nunca con él.
Los certidumbres temporales existentes se inventaron las fechas especiales. Los días parecen luego muy iguales, no siempre es hoy pero no siempre es un día diferente. Hubo que ponerle moño a las fechas especiales para que no pareciera el tiempo insoportable, un día tras otro formado esperando sustituir a lo que se va por los siglos de los siglos.
Los ayeres desfilando al vertedero porque ya no son ahoras, porque ya fueron prometedores mañanas agotados. La marcha de los días en agendas forradas de cuero para que parezca que contienen cosas importantes, perecederas, caducables. Nada menos importante que una agenda vieja, caducada, nada menos útil. Que triste la vida de las agendas que ya no pueden contener al tiempo.
Saber el tiempo se volvió dispensable. Importantes las horas en que algo se tiene que hacer y no nada. La entrada al trabajo y la salida, la hora de comer, la hora de la pastilla para tener más tiempo y alcanzar a ver la hora.
El tiempo de dormir luego el de despertar porque no vaya siendo que el mundo siga girando sin medir el tiempo estrictamente como se debe. Se inventaron las alarmas, necesariamente molestas e incómodas para recordar que el tiempo sigue pasando con o sin permiso o actividad de los que sí envejecen. Chillones sonidos que agreden la tranquilidad, la importunan y suenan y suenan y suenan como las campanas instaladas en los públicos relojes, marcando las desfiladoras horas desde muy temprano, en las fechas más festivas y las que no tanto.
Las alarmas públicas como agresiones sonoras gratuitas al servicio de un ritmo universal, una en cada ciudad para que, al entrar en ellas, se entre también en su tiempo particular.
Los temporales palpitantes atribuyéronle valor al tiempo, lo midieron en oro, de ése que no palpitaba tanto como el pulso de los que así quisieron creerlo. Hicieron dorados sus relojes y remplazaron los corazones, esos cursis instrumentos medidores temporales que no van acordes al tic tac externo.
Esos contenedores personales, a veces transferibles, que van sonando entre 60 y cien veces cada 60 veces que suenan como se mueven las manecillas, midiendo un tiempo propio, ese si impersonal e intransferible. El conteo fue inconscientemente adquirido en el paquete de bienvenida a existir, útil para marcar 3 millones de latidos, en el mejor de los casos, depositado en el centro del cuerpo, ahí escondido dándole cuerda a la maquinaria corpórea de cada uno de los que dicen que andan viviendo, delatando a los que todavía hoy, no saben por qué hubo necesidad de medir el tiempo.