De la política de grupos a la política de clanes
Una de las cuestiones que se le reconocía en sus orígenes al actualmente menguado y rechazado Partido Revolucionario Institucional (PRI), era haber nacido como Partido Nacional Revolucionario (PNR), un producto de la unificación -efectivamente, nacional- de grupos, corrientes y expresiones políticas, militares y de poder económico dispersas a lo largo y ancho del país y que se consideraban, entre otras cosas, herederos legítimos del legado de la Revolución Mexicana, lo que daba ciertos derechos políticos o prebendas en la toma de decisiones que incidirían en el rumbo de sus localidades, regiones, estados y del propio país.
Otra de las ideas alrededor del otrora partidazo, el PRI, era que en sus orígenes y hasta la etapa del llamado nacionalismo revolucionario, fue un espacio de lucha política intestina fuerte donde el fiel de la balanza era el “primer priísta” del territorio de incidencia de una cuestión político gubernamental, es decir, llámese presidente de la República, gobernador o presidente municipal.
Dicho de otra forma, el partido era el espacio articulador de pesos y contrapesos de distinta índole que aseguraba “equilibrios” y evitaba en lo posible “excesos” de los gobernantes que pusieran el riesgo el legado político de la revolución a través del castigo electoral, y el orden lo imponía el gobernante en turno. Sabía lo que se tenía que hacer.
Estos dos elementos perdieron fuerza no solamente en el llamado periodo de tránsito del nacionalismo revolucionario a la etapa del neoliberalismo, sino que prácticamente vieron desaparecer su esencia, vigencia e importancia a partir de la alternancia electoral del año 2000 que, entre otras cosas, en el espectro político abrió las puertas al advenimiento de virreizuelos con ímpetus de mirreyes y caciquillos locales en distintos espacios gubernamentales y, parafraseando al rey Luis XIV (el Estado soy yo. Frase de época absolutista), aquí estos personajes parecían decir “el PRI soy yo” o “el gobierno soy yo”.
Con eso en consideración, tengamos también presente que, durante muchos años, el sistema político mexicano, en sus reglas no escritas, tenía de manifiesto el hecho de que los familiares de un líder político o gubernamental no tenía cierta presencia activa en los espacios o asuntos públicos, o por lo menos no era visible, y si llegaba a tener incidencia, estaba contenida por otros actores o incluso, por la ética y moral que era praxis en el instituto político tricolor.
Esas reglas no escritas limitaban que familiares en línea recta de un gobernante (de sangre o por afinidad), ocuparan espacios gubernamentales de relevancia o espacios partidistas de cierta decisión en tanto el gobernante en turno ejercía su mandato.
Hay quienes consideran que eso comenzó a cambiar con la llegada a la Presidencia de la República de José López Portillo, cuando nombró a uno de sus hijos en una posición gubernamental sobresaliente y lo llamó “el orgullo de mi nepotismo”.
Esto en el marco de la década de los años ochenta en México, reconocidos por situaciones de complejidad social, carencias económicas y corrupción política, entre otras cosas. El libro “Corrupción y política en el México contemporáneo” de Stephen D. Morris (Siglo XXI, 1992) puede ayudarle a entender mejor esa etapa del país.
Como sea, el punto al que quiero llegar es que, con el inicio del nuevo milenio, México experimentó una liberación de ataduras que imponía el antiguo sistema político mexicano y dio un giro hacia un sistema donde ha permeado el manejo de espacios políticos (de gobierno o de partido) similar a un clan.
Por definición, la Real Academia de la Lengua señala que un clan es “En Escocia, conjunto de personas unidas por un vínculo familiar” y “Grupo, predominantemente familiar, unido por fuertes vínculos y con tendencia exclusivista”.
Si esta definición la aplicamos a la realidad política que hemos visto en los años recientes, nos daremos cuenta de que, en distintos espacios de poder u geográficos, han emergido clanes políticos que han dominado el espectro de las decisiones gubernamentales o, por lo menos, han sido parte de él por mucho tiempo. Han usufructuado y consideran exclusivos para ellos y los suyos (empezando por los familiares) esos espacios.
Pegados a la ubre del presupuesto público como vividores de la política, muchos actores políticos saltaron del ejercicio de la política de grupos que estilaba el viejo sistema político mexicano (con el partido hegemónico como espacio aleccionador de conciencia social y política) a la política de clanes que, en primer término, propuso el impulso a figuras de la propia familia a espacios de representación popular y en segundo, a los seguidores fieles (mal preparados, torpes, mediocres, pero fieles) y ya en tercer término, a los cuadros de otros grupos.
Eso se reprodujo a lo largo y ancho del país y han acaparado espacios en gobiernos y partidos políticos sin miramientos, sin tapujos y, en ocasiones, sin escrúpulos. Si no me cree, le invito a que consulte las candidaturas a puestos de elección popular por las vías de mayoría y de representación proporcional, y también revise las planillas de los partidos o coaliciones en su municipio.
Una conclusión de esto es que el ciudadano común y corriente es el primer afectado por este giro en el ejercicio de la política, pues está a merced de decisiones que afectan el ámbito de lo público porque éstas son tomadas no por personas capacitadas, preparadas, comprometidas, experimentadas o sanas, sino por miembros de un clan que manejan las reglas del juego a su antojo, a expensas de conservar el poder, y todo es para ellos.
En el corto, mediano y largo plazos, las consecuencias serán funestas porque tendremos gobiernos malísimos y lo peor será no lo que se hace, sino por el retraso estructural por lo que se deja de hacer….
*Doctor en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Administración Pública, UNAM.
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