Aplaudidos y aplaudidores
Una inauguración es esa parte de un evento en el que se tiene que justificar por qué se realiza, algo así como ese momento para demostrar por qué se está en el lugar haciendo eso y no en otro. Los eventos importantes muestran superioridad y evolución, a diferencia, por ejemplo, de los simios capturados en jaulas y que parece se no hacen nada importante.
En las aplaudidas se comienza presentando a las distinguidas personalidades que merecen tener una silla bonita, acolchonada, enfrente y por encima de todos los otros a los que hacen llamar público en general y que, en sus respectivos y austeros asientos, se empapan de todo lo que brote de aquellos aplaudidos figurones.
Los distinguidos son nombrados uno por uno con todos sus apelativos académicos de experiencia, cargos públicos o todos esos motes para que se les aplauda como si fuera cierto el cuento de la evolución y la superioridad absoluta. A lo que ellos, los aplaudidos, responden siempre con una sincera sonrisa y tocándose el corazón, porque aprendieron que así se sale bien en las siempre honestas fotos.
A los eventos multitudinarios va mucha gente que nunca se entera muy bien a qué fue. La práctica del acarreo garantiza, desde que los aplaudidos eran como primates, llenos, simulación de interés popular y reseñas que justifiquen los gordos egos de los nunca suficientemente celebrados personajes.
Debajo de los escenarios, púlpitos o presidiums suele volverse difícil distinguir a unos entes de otros, de ahí que los organizadores de aplaudidas decidieran colocar distintivos para que se sepa bien a quién se le debe de tratar con más o menos atención, respeto y, por supuesto, sincera admiración. No vaya siendo que los receptores de aplausos pasen desapercibidos y no reciban su bien ganada exclusividad evolutiva.
Por su lado, los aplaudidores hacen filas, a veces se asolean, se mojan o nomás se les acalambran las piernas de estar parados, sentados o hasta hincados escuchando interesantes discursos sobre cualquier cosa que valga la pena el ritualizado rato, aunque no se sepa sobre qué fue.
Los micrófonos se inventaron a fin de invadir el silencio de los que no sabían que tenían que escuchar algo tan fuerte como para que parezca cierto. Las superiores palabras de los aplaudidos ante los intrusivos aparatos se llaman discursos y pueden dirigirse para también invadir las emociones de los aplaudidores y que, de tal modo, choquen con más enjundia una mano contra la otra.
Qué bonito habla esa persona que hasta parece que todo lo que dice es verdad. Para la multitud de aplaudidores puede no ser suficiente con golpear una palma contra la otra para expresar emoción, por lo cual se apoyan de silbidos, matracas o califican oral y sonoramente un “bravo” al objetivo aplaudido.
Qué bravo es este momento como los perros que ladran y no muerden o, si muerden no le hace, qué caninos los discursos bien logrados que tocan el corazón. Seguramente algo taurino y poco vegano tiene la automática expresión. También gritan “viva”, “mucho” y “arriba”, pura sincera manifestación sobre todo lo humanamente inalcanzable.
Las clausuras son el término de un evento en el que se marca el regreso a la vida cotidiana, donde aplaudir no resulta tan relevante, ni siquiera frente al espejo. Siendo las 17 horas de un día como hoy queda oficialmente clausurado el evento en el que todos salieron transformados, mejores y más experimentados, aunque sea otra vez para aplaudir y ser aplaudidos.
De un evento no se sale como se entró, porque entonces no valdría la pena tanta fanfarria, tanto bravo y tanto ruido invasor; se sale más convencidos, más enterados de un mundo que no para de evolucionar. No como los simios enjaulados que hacen grotescos ruidos chocando las partes de sus cuerpos, mientras todavía no logran hacer nada tan importante.