Acuñado el término “Humanismo mexicano” por Manuel López Obrador (AMLO), lo retoma la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo (CSP) para describir el trasfondo ideológico del México posneoliberal. Fue en el discurso de investidura.
La reivindicación es poderosa porque paró en seco las pretensiones de los intelectuales, jilguerillos y políticos opositores que prácticamente exigían un deslinde de la nueva titular del ejecutivo de su popular y controvertido antecesor.
En pocas palabras, la presidenta atajó cualquier intento de dictarle la agenda política. Una vez más fue un acto de firmeza. Separar entre sí a dos líderes determinantes para el futuro de la 4T es desmembrarla de su esencia política. No nos explicamos el sexenio de Sheinbaum sin el de AMLO. Si quedaban dudas, CSP lo dejó claro.
Así, cuando en 2006 Marcelo Ebrard iniciaba su administración al frente de la Ciudad de México, dejó en firme su vinculación política con el legado de AMLO. Podíamos decir entonces como ahora, que el lopezobradorismo repetía en el gobierno.
¿Por qué es importante? El electorado dio un voto contundente de continuidad. Por eso CSP confirmó el sustento ideológico de la administración, cuyo éxito la llevó al poder.
Y con todo, en los poco más de 15 días de gobierno, ha añadido su propia personalidad y preocupaciones profesionales al ejercicio del poder, de gobernar, emulando a Cosío Villegas (también citado por AMLO precisamente cuando comenzó a promover el humanismo mexicano).
¿Hacia dónde dirige CSP su administración? A prolongar la restauración del estado de bienestar. Una participación más decisiva en diversos sectores sociales y económicos.
Sus críticos son contumaces al yerro. Siguen diciendo en programas y mesas de debate que el lopezobradorismo fue catastrófico y que por eso la presidenta debe deslindarse de él. No entendieron por qué perdieron.
Otra visión crítica que se debe mantener en observación es la concentración del poder. Pero eso no es solo para quien detenta el liderazgo de la República. Es también para quienes sospechan una regresión autoritaria, un echeverrismo del siglo 21 pero con poderes otorgados por la urna.
Debemos vigilar la integridad de quienes detentan el poder, así como la honestidad intelectual de quienes acusan una deriva autoritaria sin molestarse en deparar que el echeverrismo fue hace 50 años.
En ese contexto, la reforma judicial, que marcó la transición entre administraciones, fue aprobada por un aparato político que concentró el poder en condiciones democráticas, pero nada de eso importa a quienes no quieren verlo.
Otra imagen metafórica: la firma del decreto de reforma constitucional en materia judicial. Fue un momento en que estaban juntos en Palacio Nacional, el entonces presidente López Obrador con la presidenta electa. Juntos firmaron el decreto en un acto simbólico de continuidad.
El país tiene otras asignaturas pendientes. Por ejemplo, la articulación práctica de la reforma judicial y la organización de las elecciones de juzgadores. Al respecto, se equivoca quien reduzca la tómbola a una ocurrencia. La realidad es que asistimos a un reagrupamiento de fuerzas que implica arrebatar el control del Poder Judicial (PJ) a quienes lo han tenido por al menos 30 años, en detrimento de la justicia.
Y sí: cabe un cuestionamiento preciso. En un país donde siempre una oligarquía controla algún mecanismo de autoridad, y si queremos que el PJ deje de serlo, entonces, ¿quién pasará a controlarlo ahora?
Los promotores de la reforma dicen que pasará de un control oligárquico a uno democrático, lo cual por lo pronto suena bien, pero, ¿será cierto? Observemos.
Adenda. No se encuentra a AMLO por ningún lado. Es un “dictador” y “jefe máximo” tan genial que es invisible.