La falsa cortesía
Casi en cualquier restaurante, bar, antro o establecimiento de servicios es casi seguro ser bien atendido con sonrisas y palabras lo suficientemente amables como para que se vean reflejadas en las propinas que dejan los bien agasajados.
Es como si la buena atención fuera ofertada al mejor postor por el 10, 15 o 20 por ciento del total de la cuenta, dependiendo de lo agradados que salgan los clientes de dicha puesta en escena. Luego ahí andan los urgidos de atención pensando que las meseras les tiran la onda cuando en realidad nomás eran agradables por compromiso. Y así se repite la dinámica en todos lados.
Independientemente del humor que traigan los actores cotidianos tienen que presentarse con una sonrisota y más gestos lo suficientemente creíbles como para agradar a los usuarios de la falsedad pública. Pobrecitos de los que nomás tienen que conformarse con los agrados reales y las atenciones sinceras.
El problema es cuando se caen las sonrisas y entonces, la realidad lo suficientemente terca no da chance a los actores de ejecutar el lucrativo agrado. Seguramente algo de eso se va a extrañar en los fríos y mecánicos robots de Tesla, que no van a poder hacer caras de fuchi ni van a poder expresar desagrado, sino un férreo y perpetuo gesto sonriente.
Así que, además de tacos, hamburguesas o exquisitos cortes de fina carne sangrienta, los comercios incluyeron tratar bien al comensal porque, al parecer, el buen trato no es algo que se incluya en todas las mesas, quizás menos en las de los clientes frecuentes que ya saben que en sus casas no los van a mimar tanto como lo que alcanzan a pagar con su 20 de propina.
Buenas tardes dama o caballero, sea bienvenido, pase por favor a ocupar el lugar que más le agrade en esta teatralidad del buen gusto e imitación de cortesía, porque por eso trabaja lo suficiente como para darse sus gustos y no tener que andar soportando la realidad y las malas caras de su familia, amigos o esos que todavía no saben que usted se merece lo mejor del mundo, aunque sea por un ratito.
Los días de quincena se ven abarrotados los restaurantes, bares, antros o establecimientos de servicios porque en esos días sí se puede dejar propinas decentes, no como el resto de los pobretones días en los que hay que vivir en esa cochina realidad en la que la gente no vale nomás por lo que dice la nómina o la cuenta bancaria que vale.
Que desafortunados los que llegan a un lugar en el que no los conocen y entonces tienen que hacer la pregunta frecuente de los pobres poco elogiados o poco respetados:
¿Acaso no sabes quién soy yo? ¿No sabes quién es mi papá, mi hermano, mi primo, mi amigo o cualquier otro que no soy yo, pero que tiene el suficiente poder como para sí ser respetado, reconocido y halagado?
No como don yo, que tengo que andar preguntando esto. Como si la gente tuviera la obligación de conocer los árboles genealógicos, capitales políticos o círculos de afinidad de los injustamente involucrados en el desprestigio o anonimato social. Fulanitos de tal o hidalguillos que llegaron tarde a la repartición de protagonismos sociales.
Pásele jefa, pásele güero, pásele a la atención que se merece nomás que los demás todavía no se han enterado; permítame hacerle reverencias, saludarle agradablemente y sonreírle cada vez que me dirija la palabra aunque solo necesite otro taco, otro sope u otro trago de tantita falsedad; sépase que estoy para servirle y que su visita no es como la de cualquier otra persona, sino tan grande y especial como la cifra extra que va a dejar para su servilleta y también poder pagar por lo propio.
En la vida real, en ésa en la que no es tan necesario ser excesivamente cortés, la gente a veces más bien se habla como si no importara tanto como para sonreírse permanentemente y como si su presencia fuera exactamente igual de valiosa que la de los otros 8 mil millones de personas que comparten lugar en este gran teatro del mundo, éste en el que casi todo tiene un precio y casi todo puede ser exclusivo para los que tengan los suficientes morlacos para pagarlo, incluyendo por supuesto, la atención, el agrado y esa falsa cortesía que, por fortuna, puede encontrarse fácil en cualquier restaurante, bar, antro o establecimiento de servicios.