Pensar está resultando ser un fastidio. ¿Para qué malgastar tiempo en el ejercicio agotador de cuestionar ideas cuando podemos rodar cuesta abajo solo confirmando nuestras convicciones? En la era de la postverdad, la verdad es opcional y la comodidad ideológica es la brújula.
Ahora sucede que la realidad no es más que una fastidiosa sugerencia. Atrás quedaron esos días oscuros en los que había que someterse a la tiranía de los hechos, esos aguafiestas inflexibles.
Ahora vivimos en una época de proyección donde cada quien se confecciona su propio relato, como si la realidad fuera un bufette de opiniones y no un hecho incómodo e inmutable, al que tenemos que amoldarnos para reventar nuestra burbuja y crecer.
La verdad no se busca; se elige. Ya no nos molestamos en escuchar argumentos diferentes cuando podemos refugiarnos en la madriguera de nuestras propias convicciones, reforzadas por el feed de un algoritmo que nos conoce mejor que nuestra propia madre.
Y, hablando de bufettes, nuestro paladar también ha cambiado. Lo sustancioso ha sido reemplazado por lo llamativo. Leer un artículo bien fundamentado, con matices y análisis se contrapone a nuestro particular uso del tiempo. Es mejor un video de 30 segundos con un título escandaloso y palabras estridentes. La imagen ha vencido a la sustancia. No es necesario entender, basta con sentir. La reflexión ha quedado atrás; se instala la reacción.
El hambre por la inmediatez ha refinado aún más esta degradación. Saberlo antes es más importante que saberlo bien. La velocidad lo es todo; la veracidad, un detalle molesto. Si algo es viral, ha de ser cierto. Si un titular es impactante, no vale la pena corroborarlo. Después de todo, ¿quién tiene tiempo para contrastar información cuando hay tantos tweets urgentes esperando ser compartidos sin leer?
Hace cerca de 20 años irrumpía el llamado infotainment, una especie de híbrido, que en neologismo sería algo como, “infotenimiento” fusionando información y entretenimiento; gracias al internet y las redes, resultará que es mejor informarse de la dieta de una celebridad, que un cambio político. ¿Por qué leer sobre los efectos de una crisis global cuando podemos divertirnos con el último desliz de un influencer? Nuestras prioridades se retuercen: la sustancia es aburrida y la banalidad es irresistible. Antes, la información construía ciudadanos; hoy, la entretención fabrica consumidores de escándalos.
Así como el niño cae en la desnutrición o la diabetes juvenil por comer sin freno solo lo que le gusta y no lo que necesita su organismo para crecer, el lector cae en la glotonería que satura de “información”. La obesidad informativa cobra factura, al volvernos sociedades hiper alimentadas pero enfermas.
En lugar de asumirnos como una especie involucionada que ha dejado atrás la monserga del pensamiento crítico para entregarse a la adicción de la autocomplacencia ideológica, hagamos un alto.
Los cuarentones conforme llegan a su vida los triglicéridos, el colesterol y la hipertensión comienzan a ver una orden de enchiladas con la desconfianza de un placer culpable que pasará la factura vía una pancreatitis o un infarto.
De la misma forma veamos el placer de consumir solo lo que refuerza nuestras creencias: con la debida desconfianza. Alejémonos un poco, dosifiquemos.
Demos la bienvenida a la posibilidad de que no siempre pensamos lo correcto y se vale consumir variantes. Añoremos la opinión cuerdamente informada, reventemos la burbuja. Solo fuera de ella creceremos.