La pandemia profundizó nuestras diferencias…
No me haga Usted mucho caso, pero créame que el título de esta colaboración lo estuve pensando varias veces. Todo fue derivado de la conversación que tuve con un ministro de determinada religión, en la que yo le exponía lo que me parecía una necesaria actuación de las iglesias en aras de abonar a mejorar el tejido social descompuesto, porque esta situación de disgregación general que vivimos todos los días, a mi juicio, ha abonado tremendamente a que la violencia que vivimos escale sin freno, a pesar de los discursos oficiales de los distintos ámbitos de gobierno.
En un punto de la conversación, mi interlocutor me explicó lo que él consideraba algo doloroso para quienes padecimos COVID-19, para los que no lo padecieron, pero tuvieron un ser querido que sí, y para nuestras familias en general: el dolor y la impotencia de verse desprotegido y estar a merced de determinadas condiciones, principalmente económicas, para ayudarse o ayudar a ese ser cercano.
Para finales de noviembre, nuestro país reportaba que se habían confirmado más de 7 millones 100 mil casos totales, y había un registro de más de 330 mil defunciones por el coronavirus. Imagínese. El número de decesos equivale a poco menos de la población de Fresnillo y Zacatecas municipio juntos.
Es muy posible que un gran número de esas muertes hayan ocurrido en hospitales del sector salud, es decir, en instituciones públicas. Y ya vimos lo que pasaba en ellas: realmente no hubo condiciones durante mucho tiempo para garantizar una atención adecuada y, cuando se adaptaron ciertas cosas, se echaron campanas al vuelo. Estoy cierto de que los trabajadores de la salud hicieron lo que pudieron con lo que tuvieron, y también que los gobiernos trataron de adaptarse lo más posible a las circunstancias, pero es factible considerar que no fue suficiente para evitar tantas muertes y dolor.
Pero el tema de fondo es lo que conversaba con mi amigo en el sentido de lo que provocó la pandemia en relación con nuestras diferencias. Hubo, por supuesto, personas que lograron por sí mismas o por el apoyo de familiares, atenderse en instituciones privadas, en condiciones mucho mejores que los nosocomios públicos; también hubo quienes quizás, en lugar de llegar a un espacio hospitalario, lograron atenderse en casa, con respirador, oxígeno y demás elementos que pudieron adquirir o conseguir por su red familiar, de amigos, conocidos o influencias. Pero hubo quienes no, y esa fue la gran mayoría, la que luchó desesperada para hacer cuanto podía por su ser querido, sintiendo la dolorosa importancia de no poder hacer más.
Y es en este punto donde toma sentido la diferenciación. La gran mayoría de mexicanos que tienen acceso a la seguridad social, lo hacen a través de instituciones públicas que a lo largo de los años han desarrollado cierta cobertura, pero han trabajado con muchas limitantes. Esto último, por supuesto, guarda relación con el potencial de atención a un sinnúmero de infectados por COVID 19 que no tuvieron a la mano la posibilidad de que, gracias a su poder económico o red de relaciones, como ya mencionaba, pudieran tener un extra en el proceso de atención médica o de salud ante el padecimiento. Simplemente acudieron a una instancia de salud que no tuvo los elementos necesarios para dar la mejor atención y fue todo lo que pudieron hacer. No tenían forma de hacer más.
El punto de todo esto es que sigue habiendo una gran brecha de desigualdad en el país y parece que sigue ampliándose; no hubo circunstancias idóneas para que nuestras instancias de salud públicas estuvieran en una mejor condición de atención a la gran mayoría de la población; ojo, esto no significa de ninguna manera que los integrantes del sector salud no hicieron su mejor esfuerzo. Insisto, muy por el contrario, hicieron lo mejor que pudieron con lo que tuvieron.
Las diferencias entre quienes lograron tener un mejor contexto para atención médica de quienes tuvieron acceso limitado a cosas adicionales, representan el hecho de que no tenemos todos una circunstancia no igual, sino por lo menos similar. No estamos en las mismas condiciones, desafortunadamente.
Y mientras una parte de la clase política siga pensando en el poder por el poder, en lugar de qué hacer con él para cambiar verdadera y positivamente las circunstancias negativas que permean en nuestra sociedad, cerramos un año difícil. Pero siempre hay esperanza. Una esperanza de que, en principio, tengamos a gobernantes dignos de un pueblo tan bueno como el mexicano y que, en una de esas, empecemos realmente a sentar las bases de un plan de mediano y largo plazo que lleve a México a ocupar el lugar que merece.
Nos leemos el próximo año. ¡Felices fiestas!