Cuando terminó el mundial para México, para bien y para mal, empleamos nuestra capacidad de atención en otras cosas. Ya opinan los expertos sobre el camino que debe tomar nuestro deporte —no sólo el fútbol— para estar al menos a la altura del tamaño del país. Es tema viejo, aunque tal vez no suficientemente discutido en los principales foros, que México ha oscilado entre los lugares 13 y 16 de la economía mundial y entre las primeras tres economías de Latinoamérica, pero eso nunca se ha reflejado ni en copas mundiales de fútbol (el deporte más popular en nuestro país) ni en medalleros olímpicos.
En el caso de la Selección Nacional se discuten en la mismísima Televisa diagnósticos para una eventual renovación, aunque no se discute el principal lastre, que es la misma televisora y sus criterios cortoplacistas que prostituyen cualquier proyecto de desarrollo deportivo de largo plazo. Y eso no se arguye: sólo la urgente modificación del sistema de competencia, afinar criterios de visoría y otros chupetes que no atacan el mal de raíz.
Una versión más de los artificios que discutíamos hace una semana. Hablar del elefante en la sala sin discutir las razones de por qué hay un elefante en la sala.
Lo mismo sucede con otras figuras de relevancia nacional como la oposición. Tan artificial como sus argumentos. Lo único auténtico de los actores políticos que rayan en la artificialidad son sus ambiciones. Esas sí son auténticas: quieren el poder, pero no atinan a articularse para conseguirlo. Baste ver el Canal del Congreso para adentrarse en la profundidad de su retórica. También es cierto que el oficialismo, salvo excepciones, no atina a articularse del todo, pero la oposición sólo tiene los lugares comunes de la artificialidad que ya no espanta a nadie.
Tanto, que el cuento del dictador se deshace al momento de salir de su boca, como burbuja de jabón. La oposición artificial acusa una dictadura artificial.
Lo mismo sucede con los desfiguros del INE. Al ser copado por una élite que se arroga autoridad moral (no sólo legal) de árbitro rayan en la artificialidad de la lucha inexistente contra un sistema autoritario.
Hace una semana acusábamos el engaño de los sabores artificiales: no es lo mismo una bebida de naranja que con sabor a naranja. Y ya comentamos los alcances de lo falso contra lo auténtico. ¿Tenemos partidos de oposición o sabor oposición? ¿Tenemos una institución electoral de y con autoridad o sólo sabor autoridad?
Quien debe juzgar esos alcances debe ser, a final de cuentas, el ciudadano como en el mercado sería el consumidor.
Aplicando el mismo criterio, ¿Tendremos un sistema deportivo en México con reales aspiraciones a llegar al quinto partido (en el caso de la selección de fútbol)? ¿Una institucionalidad futbolera con esencia de triunfo o sólo sabor ganador? Lo que no entienden los dueños del balón es que los paladares decepcionados serán muy difíciles de reconquistar.
El discernimiento ciudadano es un paladar en constante educación. ¿Hacia dónde nos lleva la artificialidad? Debemos entender el daño que nos hacen los refrescos carbonatados de los asuntos públicos. ¿Por fin entendimos que el sabor que nos vendió el aparato publicitario de las televisoras (sea selección nacional de fútbol y otros productos) sólo fue una mezcla de azúcares sin valor nutricional?
¿Cómo educar al paladar? En el caso de los azúcares y otros valores nutricionales ha habido un activismo heroico de agrupaciones como El Poder del Consumidor que ha propugnado por etiquetado realmente informativo para que sepamos lo que nos llevamos al organismo.
Pero en el caso de los asuntos públicos no existen manuales ni fórmulas mágicas. Nos queda acaso aprovechar este receso en puerta para que la mente y el cuerpo reposen y así discernir los múltiples sabores que nos depara el 2023. Nos veremos de regreso para apartar juntos lo auténtico de lo artificial.