Recuerdos
No recuerdo si leí primero a Joe Brainard (Me acuerdo, Sexto Piso, 2009) o a Georges Perec (Me acuerdo, Impedimenta, 2016). Ambos me alucinaron. Luego de ellos leí a mi tuitera favorita Margo Glantz (Yo también me acuerdo, Sexto Piso, 2014). La lectura me trajo recuerdos, inventos, detalles de la vida común. Me atrevo a compartir:
De los 70s
Recuerdo mi abrigo invernal. La pieza era rusa, quizá de octavo uso.
Recuerdo a mi maestra de tercero de primaria. Será la misma de sexto.
Recuerdo el juego del elástico, el avión, el fut sin reglas.
Recuerdo mi primera gran película: Tarzán. La miré en el teatro Echeverría.
Recuerdo que la puerta de la casa familiar no tuvo timbre. Para llamar se tocaba con el nudillo de la mano. Cuando viví en extrangia, habité en lugares que requerían timbre y número interior. En un piso hubo interfón con cámara (varias veces desde ahí miré el tiempo pasar).
Recuerdo el mueble emblemático de casa: una televisión bn, con consola y radio. Recuerdo los silencios temporales del televisor de bulbos; entonces la imaginación, la deducción se empleaba para entender lo visto. Obvio, para recuperar el sonido se daban golpes al mueble.
Recuerdo Viviana, Regina y los deslumbrantes ojos grises [ahora sé que son verdes] de Verónica en Los ricos también lloran. También recuerdo El pueblo canta y el acetato de Hotel California.
Recuerdo que, cosa de los tres años, conocí la calle con autos, personas, banqueta, tierra. Los robachicos era un lobo a la Pedro (el del relato). Recuerdo la edad, porque nació un hermano (ahora tiene 50 años y es un gran médico).
Recuerdo que solo, solitario, conocí la Lagunilla y el entonces hermoso jardín de La Madre.
Recuerdo que mi madre, cansada de mi pateada, me llevó a la escuela primaria. Me hizo ir a los 4 años. Nada de kínder.
Recuerdo a mi maestra Avelina. Una santa mujer que me enseñó a leer, escribir y contar.
Recuerdo mi rede (bolsa de red con hilos rojos y blancos). Nunca la dejaba, ni al saltar la cuerda, ni andar tras el balón del soccer.
En La Indita
Recuerdo una vecindad en La Indita. Ahora el lugar es un estacionamiento.
Recuerdo de la vecindad las paredes de adobe, los cuartos-casa, los aseos colectivos; las escenas de afecto, odio, pobreza y de navidades; la infaltable ropa tendida; la tierra para jugar y los arroyos que formaba el agua de los lavaderos.
Recuerdo que la vecindad fue un espacio de prostitutas, amantes y familias.
Recuerdo a doña Bernarda, quien freía rebanadas delgadas de papa y cocía atole de masa. Esto lo ofertaba en el jardín de la Madre en las tardes.
Recuerdo el atole de masa, la cuchara de madera para menear la masa y el agua.
Recuerdo los jarros de peltre y las quemadas de labios y lengua.
En la secundaria
Recuerdo el 24 de febrero de 1983, ese día pronuncié un discurso en el acto de abanderamiento de las escuelas secundarias de Fresnillo. El evento sucedió en el monumento a La Bandera.
Recuerdo las tardes de lectura, para redactar el discurso, las hice en monografías de estanquillo y con la escucha de canciones de Arianna y Dulce. Al final anoté versos de sus canciones en el discurso.
La tarde de aquel día, pronuncié la misma arenga en el teatro Hinojosa de Jerez.
Hacer el mundo
Recuerdo mi primer viaje solo y con responsabilidad. Fui sin padres ni hermanos. Tenía 16 años. Fui a Juárez para llevar a un sobrino, el morrillo de 5 años.
Recuerdo que compramos los boletos en el tren, ya en marcha.
Recuerdo las gorditas y el rostro de la vendedora, fue en Camacho.
Recuerdo el paisaje de Chihuahua a Juárez. El desierto es el mejor lugar para imaginar el béisbol.
Recuerdo mi admiración por los mozalbetes que dominaban el vagón. Unos dormían en las parrillas de las maletas, otros hacían planes de cruzar, otros dominaban el mundo.
Recuerdo el arribo a esa ciudad horrible… Es la única ciudad a la que temo.
Recuerdo la vuelta. También fue en tren en marcha. Subí sin boleto y pagué hasta Cañitas. Todo un polizón.
Recuerdo que el retorno fue de pie. Toda la noche, toda la mañana.
Recuerdo que prometí cada verano viajar al fin y principio de la tierra.
Felipa
El nombre de un hombre, así sea santo, es un boom en un sanedrín femenino soltero. Escuché sobre Dante. San Dante. El único ser que fue y vino del infierno -alguna vez ese lugar existió en mi geografía-.
Felipa, la tía abuela centenaria, les dijo a las mujeres que atendieron su declamación: “hubo un hombre que entró y salió del infierno”. Lo supo porque existía un libro en uno de los baúles de la casa. Dijo que no lo leyó -no sabía-; y que no lo tocó -el libro era guardado como tesoro. Todavía recuerdo el tono de Felipa y los rostros de sus amistades antiguas.
La historia me perduró años, porque me fascinaba el viaje de un hombre que anduvo en mil vericuetos. San Dante me era un san Jorge o un arcángel digno de un western o una pelí del Santo.
La lectura obligada de la Divina Comedia me hizo topar con San Dante. La lectura la hice cuando Felipa estaba muerta, pero no el relato que construyó sólo por uno de los hilos de la Divina Comedia. La ilustración, que acompañaba el libro del baúl, estuvo en la cabecera de la cama párvula de Felipa. La imagen tuvo sus veladoras y devociones cuando las calenturas de la mujer alteraban el orden de la vida familiar. El cromo, Felipa y el libro no existen ya; pero les recordo.