Hay quienes consideran que la infancia es la mejor época de la vida y es entendible. Sobre todo porque, por supuesto, esa concepción suele manifestarse en adultos que aparentemente no han encontrado abundantes o al menos suficientes diversiones en el deleite que implica dejar de ser los pequeños para convertirse en los mayores.
Y es que, al parecer, ser adulto a pesar de ser una gozadera constante de derechos y permisiones, como tener que pagar cuentas, ser explotado y generalmente vivir sin mucho sentido, implica también otros sustanciales beneficios, pero un poco más ocultos para que no resulte tan atractivo crecer, aunque con mucha imaginación y acorde al contenido de Disney, el mundo después se pone mejor.
Frecuentemente, y dependiendo de la circunscripción político-territorial, se utilizan restricciones simbólicas para distinguir lo que está permitido y lo que no, para los que todavía no han “alcanzado” la casi inevitable edad adulta.
En México utilizan un +18, pero en Irán un +15, un +17 en Corea del Norte y un +21 en los Yankis (que no yonkis) Estados Unidos Norteños. Eso claramente indica que todo lo que lleve esas etiquetas está prohibido para los chiquitines que todavía no son lo suficientemente decrépitos para poder disfrutar lo censurado.
Por supuesto que las obligaciones como el trabajo, pagar cuentas y carecer de sentido en la vida no incluye esas etarias restricciones.
Los niños tienen derecho a ser cuidados, a tener familia, identidad, a no ser discriminados y, entre otras cosas, a vivir en condiciones de bienestar. Eso no quiere decir que los adultos no tengan derecho a lo mismo, sino más bien se supone que mientras más grandecitos, más capaces de acceder a ello por sus propios medios.
Claro que eso de tener conciencia, fuerza, libertad, capacidad y en general medios para gozar de esos humanos beneficios, también es otro supuesto, porque de otro modo no sería un insulto andar diciéndole despectivamente a alguien que es muy infantil, que es algo así como decirle que no tiene conciencia, fuerza, libertad, capacidad ni medios para andarse valiendo por sí mismo y que, nomás por eso, sigue creyendo que está chiquito.
Y pues, sería injusto que nomás algunos pudieran seguir sintiéndose niños aun habiendo reunido la decrepitud suficiente.
Así que los chiquillos y chiquillas, además de ser la única propuesta inclusiva por la que se recuerda a Mr. Fox, también hace referencia a una representación simbólica que se tenía entonces sobre las menospreciadas y despectivas infancias (como se dice ahora para representar que esta generación es suficientemente inclusiva y no tan menospreciadora ni adultocentrista).
El caso es que, bajo parámetros jurídico-temporales, cualquier niño tiene derecho también a convertirse en adulto o, lo que es peor, tiene la obligación en caso de que no quiera luego andar siendo descalificado como infantil. Siendo así luego posible, según Mr. Freud, dejar de andar cargando con traumas infantiles no superados para poder cargar con unos nuevos traumas adultos o algo así.
Entonces quizás los adultos no extrañen tanto ser niños, sino más bien que el mundo maduro les ha resultado un poquito decepcionante por querer mantener una imaginación infantil en la acepción positiva del término. Situación difícil de explicar, sobre todo, cuando se trata de convencer a los más pequeños de lo agradable que resulta pagar cuentas, ser explotado y generalmente vivir sin mucho sentido, que es algo así como madurar para poder tachar a otros de inmaduros o infantiles (para sonar adultocentristas). En cambio, lo menos difícil y lo que sí se permiten los mayores de edad es celebrar un día de la niña y el niño o más políticamente correcto, de las infancias. Día en el que también los otros adultos se pueden desbordar tratando de festejar a los chaparritos, con tanto ímpetu que hasta podría sospecharse que ellos ya se enteraron de que el mundo después de crecer no se pone mejor.