HISTORIAS E IDENTIDADES
La semana pasada escribí un breve esbozo sobre lo que considero, es una apuesta estatal a un fenómeno tan antiguo como la humanidad misma: el turismo religioso. No se descubrió el hilo negro en algo que se ha practicado no solo en el catolicismo, sino en el hinduismo, el islam y las religiones politeístas. Mencionaba que si bien nunca se denominó como tal hasta hace muy poco “el aprovechamiento económico del hecho religioso ha sido una constante a lo largo de la historia. Desde que el hombre es hombre y su evolución le permitió el pensamiento religioso, el traslado hacia zonas sacralizadas por distintos cultos fue el común denominador para todos los tipos de espiritualidad en cualquier sistema económico (…) las peregrinaciones hacia lugares sagrados son un hecho comprobado, una muestra de que el deseo de estar en los sitios que reverenciamos siempre ha estado arraigado a la naturaleza humana”. Como ejemplo cité el renombradísimo camino de Santiago, que generó desde la Edad Media una especie de “corredor turístico” -perdón por el anacronismo- que impulsó el desarrollo de las comunidades por las que pasaba.
Sin embargo, en los últimos años las motivaciones para fomentarlo han estado prácticamente delimitadas por la comercialización de los lugares religiosos y lo que gira en torno a ellos. La estrecha vinculación entre turismo religioso y patrimonio cultural, ha hecho que estos dos campos se entretejan para mercantilizarse en un tipo de turismo que no pretende rescatar o reforzar los valores identitarios, sino que parece fetichizarse con el objetivo de obtener cuantiosas ganancias, como si la gallina de los huevos de oro se tratara. Ese ha sido el meollo del asunto en los últimos meses, cuando se ha hablado en Zacatecas de fortalecer el turismo religioso en la entidad. Y aquí hay dos puntos que me gustaría abordar, la forma y la realidad.
Empecemos con ser realistas. Según datos de la Secretaría de Turismo federal y otras notas periodísticas que recogen la numeralia de los últimos periodos vacacionales, Zacatecas reunió el año pasado cerca de 40 mil visitantes que se congregaron en nuestra entidad principalmente gracias a congresos y eventos de todo tipo. Aún no existe algún dato que nos señale qué porcentaje de esos visitantes fueron atraídos por el patrimonio religioso, ni mucho menos cuántos de esos turistas nos visitaron interesados en las efigies gigantes que en varios municipios se han buscado posicionar como polos de atracción para el turismo de este tipo. Y mi segundo punto viene en este tenor.
Hace unos años, también desde la Secretaría de Turismo federal, se planteó la integración de varias rutas en las que se involucrara el patrimonio religioso del país en aras de desarrollar este tipo de turismo. ¿Cuáles fueron las opciones? La ruta de los santuarios del centro de México, en los que se incluyó a templos de Aguascalientes, Jalisco y Guanajuato; los conventos de la Mixteca oaxaqueña, el arte sacro de Yucatán; las joyas del barroco en Puebla, entre otras tantas que denotaban aprovechar el patrimonio histórico, cultural y religioso de estas zonas sin tener que crear monumentos desde cero. No está mal impulsar efigies que pueden ser centros de devoción y peregrinaje, tal como se hizo en Silao en los años veinte del siglo pasado; sin embargo, Zacatecas tiene una riqueza tradicional enorme en la que el patrimonio religioso está presente en la forma de santuarios, arte (sobre todo del periodo colonial) y el patrimonio intangible presente en danzas, festividades, tradiciones y actos de fe como peregrinaciones o representaciones -pensemos por ejemplo en las Morismas-. Y antes que pensar en algo desde cero, se puede valorar, investigar, difundir y promocionar el variopinto patrimonio religioso con el que ya contamos, antes de ver la profusión de nuevas imágenes como la gallina de los huevos de oro.