Ernesto y el legado de los buenos burócratas
El Servicio de Administración Tributaria (SAT) es todo un mundo dentro de la administración pública federal. Entre muchas otras cosas, tiene la particularidad de tener hoy en día cerca de 30 mil trabajadores dispersos a lo largo y ancho de la República Mexicana.
Esos trabajadores tienen básicamente dos modalidades laborales de contratación: base y confianza. En la primera de ellas, se encuentra una masa considerable de burócratas que, generalizando, están en un rango de edad superior a los cuarenta y cinco años, probablemente.
Las condiciones generales de trabajo para el personal de base del SAT contienen una serie de circunstancias que, por supuesto, le dan al trabajador derechos y obligaciones. Esos derechos adquiridos a través de los años en la instancia gubernamental difieren de determinadas condiciones ordinarias para trabajadores que no son del estado y que, en consecuencia, no se encuentran en el Apartado B) del artículo 123 constitucional.
Como sea, el punto es que ser trabajador de base en el SAT implica la posibilidad de tener una posición cómoda laboralmente y, llevándola a un extremo, aplicar una especie de “ley del mínimo esfuerzo”. Eso, invariablemente, lleva a la idea peyorativa de ser “burócrata”; desde luego, no hay que generalizar. Esas condiciones, al fin y al cabo, son derechos adquiridos y cada trabajador de base sabe el alcance de esos derechos y obligaciones implícitos.
José Ernesto Sánchez Garibay fue mi compañero de trabajo en la Administración Desconcentrada de Servicios al Contribuyente de San Luis Potosí “1”.
Si la memoria no me falla, él fue uno de muchos compañeros del SAT en todo el país que enfermó en la pandemia y la COVID-19 mermó su salud. Al estar en una situación de vulnerabilidad y ser trabajador de base, su reincorporación a labores tomó más tiempo del común. Aún recuerdo cuando se presentó en mi oficina.
Efectivamente, no lo conocí en sus años mozos. La condición de salud con la que luchó en la post pandemia le generó limitantes físicas, pero no de espíritu.
Ernesto (Netito para los compañeros del SAT, Titito para su entrañable familia) fue un servidor público de los que ya no es fácil tener en las instancias gubernamentales: era un caballero, entregado, divertido, pícaro, sagaz, disciplinado e institucional.
Tengo presente un día que conversaba con mis compañeros mandos medios en la administración sobre distintas cosas que debíamos atender. Una de ellas implicaba que era notorio que Ernesto no atravesaba las mejores condiciones físicas y que, por el tratamiento médico que llevaba, mantenerlo en una circunstancia de exposición permanente en la atención directa con el contribuyente podía ser contraproducente.
Tomamos la decisión de hacerlo responsable de nuestra oficialía mayor. Hablé con él sobre el cambio y lo que quería de su labor; él, disciplinado y profesional, me dijo que me apoyaría incondicionalmente en donde yo ordenara, que contara con que él haría siempre el mayor esfuerzo. Y así fue. Ernesto tuvo, por lo menos en el tiempo que estuve conviviendo con él, difíciles altibajos de salud, pero un gran, loable, diestro y destacado desempeño, a pesar de su batalla.
Ernesto partió de este mundo el pasado viernes, después de una lucha estoica por mejorar su salud. Quiero pensar que dios nuestro señor se lo llevó con él para encargarle alguna clase de trabajo profesional que un buen trabajador como él solo podría hacer.
Me enteré de su lamentable fallecimiento por la red social de su hermana, Otilia, con quien constaté una franca, pura y amorosa relación fraternal. Casi al mismo tiempo recibí mensajes de Moni y de Gerardo, ambos partes del SAT en la entrañable ADSC de San Luis Potosí “1”.
Ernesto Sánchez Garibay nunca se aprovechó de sus condiciones generales de trabajo en tal forma que se considerara una especie de perjuicio (a pesar de que, como ya mencioné, hay derechos y obligaciones).
Muy por el contrario, Ernesto fue la representación de un buen compañerismo, un trabajador ejemplar, un profesional entregado a su institución; tuve el privilegio de verlo dando el extra. Él fue la representación de un buen burócrata. Un verdadero servidor público, solidario, alegre, echado pa’delante.
Me quedó con el grato sabor de boca de haber coincidido con un trabajador del estado como él, que luchaba todos los días por tener la mejor condición física posible para acudir a sus labores, que se apenaba genuinamente por verse en la necesidad médica de incapacitarse o bien, que atendía con aplomo y gallardía las instrucciones que se le daban, con dignidad y entereza, entendiendo su papel como servidor público y atendiendo las responsabilidades jerárquicas.
Lo recuerdo en una fotografía que tengo con él, donde sonreía, contento, en nuestra posada de la oficina. Él llevaba una chamarra de cuero de un color casi similar a un suéter que usé debajo de mi saco. Era color mostaza. “Qué buen gusto tiene, Ernesto”, le dije aludiendo al color y tipo de chamarra. “No jefe, usted es el del buen gusto”. Reímos. Nos tomaron la fotografía.
Y creo que sí debo tener un buen gusto, porque hoy por hoy gusto de recordar a una gran persona que se adelantó en el camino. Descanse en paz, Ernesto.