Eclipse en Nueva España
Apenas esta semana los mexicanos fuimos testigos de un evento astronómico que, por su singularidad, se convierte en un fenómeno extraordinario solo visto una o -con suerte- dos veces en la vida.
Con el fluir de comentarios, fotografías, videos, memes y temores surgidos después del eclipse solar, me parece importante resaltar que para las personas de a pie de siglos anteriores, un eclipse solar total hubiera podía significar nada más y nada menos, que un inminente anuncio del final de los tiempos.
En esta ocasión me gustaría traer al presente uno que resalta en la historia de México por ser ejemplo de los grandes contrastes existentes entre una élite intelectual, ilustrada, con acceso al conocimiento y el gran grueso de la población, imbuida en las explicaciones teológicas y teleológicas del mundo, se trata del eclipse solar de 1691.
En aquella ocasión, la Luna tapó por completo al astro rey, provocando una penumbra temporal que fue visible en varias latitudes de la Nueva España, incluyendo su capital.
Para aquel entonces, el cosmógrafo del reino era Carlos de Sigüenza y Góngora, un hombre que podemos ubicar como el ejemplo novohispano de aquellos eruditos renacentistas: fue astrónomo, geógrafo, matemático, historiador, agrimensor y hasta ingeniero y seguramente me faltan algunas disciplinas y aptitudes con las que don Carlos adornaba su barroco currículo.
Pues bien, es gracias a su relato del motín ocurrido en 1692 en Ciudad de México, que podemos conocer la descripción de la contrastante reacción ante el fenómeno celeste que maravilló a Sigüenza y Góngora un año antes.
Por un lado, él se mostró agradecido a dios por haberle permitido presenciar ese espectáculo astronómico tan especial y por otro, señaló -no sin cierta superioridad intelectual-, que la reacción de la gente le dio “grima”. Dejemos que don Carlos nos lo cuente:
“A muy poco de las ocho y tres cuartos de la mañana, nos quedamos, no a buena sino a malas noches, porque ninguna habrá sido en comparación de las tinieblas en que, por el tiempo de casi medio cuarto de hora, nos hallamos más horrorosa.
“Como no se esperaba tanto como esto, al mismo tiempo que faltó la luz, cayéndose las aves que iban volando, aullando los perros, gritando las mujeres y los muchachos, desamparando las indias sus puestos en que vendían en la plaza fruta, verdura y otras menudencias, por entrarse a toda carrera en la catedral y tocándose a rogativa al mismo instante, no solo en ella, sino en las más iglesias de la ciudad, se causó de todo tan repentina confusión y alboroto que causaban grima”.
Gracias a la descripción tan amplia en detalles, podemos casi escuchar los gritos de terror ante la prematura noche. Y seguramente pensará usted, mi estimado lector, que semejante respuesta era de esperarse en una época en que todo se interpretaba bajo la lupa de la Iglesia Católica y la religión.
Pero a pesar de ello, nuestra época novohispana también estuvo caracterizada por significativos avances científicos y culturales que muchas veces aventajaban a los de la misma metrópoli española.
Para la época del eclipse se había logrado un impulso sin precedentes al conocimiento científico nacional gracias a los ilustrados criollos que llenaban las universidades pontificias y colegios jesuitas de la Nueva España.
El propio Carlos de Sigüenza y Góngora fue uno de los primeros que desmitificó los fenómenos celestes con numerosos tratados, entre ellos uno de los mayores textos de la ciencia mexicana: la Libra Astronómica y Filosófica, refutando conocimientos y sistemas heredados desde Aristóteles que contrastó con observaciones propias que bien podían competir con las reflexiones que Isaac Newton apuntaba desde el otro lado del Atlántico.
Pero como siempre, el otro lado de la moneda estaba presente, ya que la gente común y corriente no tenía acceso a todas estas exquisiteces que eran privilegio de las élites masculinas, pues ni siquiera la misma Sor Juana con todo y su mente privilegiada, tuvo acceso a la universidad.