El debate presidencial bien podría considerarse sintomático de un problema más profundo. Es una representación histriónica en su organización, ejecución y moderación de un sistema de partidos que sirve primeramente a los partidos.
Más allá del desempeño de nuestra candidata(o), y de que estemos o no de acuerdo con las encuestas que proclaman ganadores, ¿por qué siguen sin convencernos los debates?, ¿por qué insistimos en manifestarnos desencantados de su formato?
Varios pasos atrás. Desde el resquebrajamiento del sistema de partido único, donde la constitución de 1857 y luego de 1917 consignan la democracia como sistema de gobierno en México, donde “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo”, hasta las reformas que, una a una, han convertido gradualmente un sistema de partido predominante (hegemónico) a uno democrático disfuncional e incipiente pero con la creciente capacidad de autocorregirse (acaso, la característica más deseable y admirable de la democracia), el país ha transitado de un sistema de medios férreamente controlado mediante un monopolio fáctico (Televisa) hasta un duopolio con pocos respiraderos.
El cíclope de dos cabezas cual monitores se volvió adicto, de 2006 a 2018 al dinero público como un yonqui, un vicioso cada vez más desaliñado y descompuesto.
A esa degradación añadirle la irrupción de las nuevas plataformas “en demanda” que le robaron de golpe y porrazo más de la mitad de su audiencia.
El debate presidencial bien podría considerarse sintomático de un problema más profundo. Es una representación histriónica en su organización, ejecución y moderación de un sistema de partidos que sirve primeramente a los partidos.
Ya se vuelve necesario que el debate, en tanto organizado por un ente “ciudadano”, como el Instituto Nacional Electoral, refleje las necesidades de escrutinio que tiene la ciudadanía para decidirse informadamente.
En las democracias altamente evolucionadas, los partidos intervienen y negocian en las organizaciones de los debates, pero se cuidan escrupulosamente de no parecer controladores porque hay un sistema más o menos vigilante que obedece a los intereses del ciudadano.
Esos sistemas altamente venerados por los regímenes menos democráticos en occidente se han desacralizado en la práctica volviéndolos más cínicos y plegados a intereses partidistas.
De la misma forma en que partidos y fracciones parlamentarias con cada vez mas desfachatez develan sin gran decoro las identidades e intereses de a quiénes responden; llámense corporativos, individuos y otros grupos, los sistemas que administran elecciones y sus accesorios como los debates, se manifiestan cooptados por los intereses políticos de quienes los pusieron.
Por eso el debate batalla mucho para convencernos. Hace unas semanas comentamos la posibilidad de que en los formatos se implemente el townhall (https://bit.ly/3U9vp5n).
Ejemplos de innovaciones pueden abundar. En cada caso habrá oportunidad para que el estilo y destreza de un candidato prevalezca respecto de otro. Cada cual se desenvuelve en diferentes situaciones, pero en dicho diseño debe quedar priorizado el interés del ciudadano para informarse y no el de los candidatos y partidos. Por eso esos principios de flexibilidad en cuestiones de comunicación deben quedar establecidos y negociados meses antes del inicio de cada proceso. De lo contrario parecerán delineados con dedicatoria.
Por ser un ejercicio de aptitudes comunicacionales, en un debate todos arriesgan. Pero por definición, quien lleva una ventaja, si quiera ligera o sustancial, tiene más que perder. En eso estriba que la rigidez de los formatos favorezca a los punteros quienes, aplicando la metáfora deportiva, plantean un sistema defensivo priorizando el empate.
Y después de tanto ver deportes como debates, sabemos que eso los convierte en eventos insufriblemente aburridos.
Y ante la presencia de lo aburrido en contraste con lo divertido o interesante, como ciudadanos deberemos desarrollar un gusto inteligente donde premiemos no tanto lo entretenido sino lo sustancial.
Eso también debe ser parte de la inteligencia que acompañe el diseño de los debates y los ponga al servicio del pueblo soberano.
De ser tan anticlimáticos como nuestra misma democracia tan desprovista de temas e ideas, a ser instrumentos de contraste y escrutinio y convertirse en manifestaciones de una normalidad democrática donde el ciudadano ejerza su libertad y su inteligencia.
Algún día.