Los postes
La habitualidad hace que algunas cosas de tanto aparecer, desaparezcan. El trayecto a casa, al taller o a la oficina está lleno de gente, perros o postes de luz que tienen nula utilidad práctica para considerarse, por eso, mejor hacer como si no estuvieran ahí para poder seguir el camino.
Por fortuna, cuestión de cambiarse de banqueta para evitar confrontarse con alguien que viene caminando hacia un encuentro poco deseado, pasa lo mismo con los caninos callejeros nomás que esos a veces son muy poco civilizados y corretean a la menor provocación, sobre todo, a motociclistas desafortunados que se tienen que andar cuidando de encontrarse con sus dientes.
Los estoicos postes de luz, por otro lado, solamente son percibidos cuando la gente choca con ellos o cuando algún cartel o fosforescente cartulina roba la atención para anunciar viajes baratos en los que siempre se descomponen los camiones.
Los postes, cual anunciantes verticales, se han convertido en espacios publicitarios gratuitos porque eran demasiado inútiles para nomás estar deteniendo cables.
Trabajos de brujería, préstamos, perros perdidos, ofertas laborales y hasta convocatorias para convertirse en presidente de colonia, son anuncios habituales que adornan los mástiles urbanos de concreto, madera o acero.
El asalto a la atención se da en cualquier esquina, en cualquier parada de camión o en cualquier calle sin intención alguna de enterarse que, el peatón en cuestión, bien pudiera estar embrujado, desfalcado, desempleado o cualquiera de todas esas cosas con las que se puede vivir normalmente sin haberse enterado nunca.
Como dichos foros de expresión no requieren invertirles demasiado, suelen construirse con fotocopias pegadas con cinta canela, a lo mucho, con engrudo embarrado en caras de políticos que requieren difundir sus siempre contentas expresiones faciales, para intercambiar falsas sonrisas por el codiciado y sincero voto popular. Pobres políticos obligados a desaparecer de la vista, luego de tanto tener que verles la jeta a la fuerza en cada esquina.
La gente puede ir caminando por la calle sin enterarse que bien podría comprar un terreno muy barato y en abonos o que ya puede acabar la prepa con un solo examen. ¿Cuánto se puede saber de una ciudad por los anuncios en sus postes?
Por fortuna, los avisos permanecen pacientemente disponibles a ver si a alguno que otro atolondrado le anda sobrando atención para descansar la mirada en una de sus múltiples ofertas. Quizá los postes de luz conserven y sostengan al imaginario colectivo sobre el cielo, por lo que permiten mejor poner sobre el suelo toda esa información que todavía no se sabía que era fácil de ignorar.
Conexiones durmientes entre el arriba y abajo que originalmente se instalaron para llevar luz, cable, teléfono e internet a los hogares, talleres y oficinas para que la gente pudiera consultar cómo andaba el mundo en le que viven y luego poder salir a la calle con toda la confianza para continuar ignorando todo los demás. Ser civilizado, al parecer, es poder elegir voluntariamente de lo que no sea necesario enterarse.
Las largas carreteras se convierten en desfiles de un poste tras otro, como conectando lo urbano con lo rural o lo privado del que va dentro del coche con el cableado de lo público. Ahí, en las bachentas carreteras, no hace mucha falta anunciar nada porque en esos lares, llenos de asfalto y horizonte, resulta medio inútil enterarle a los andantes por quien deberían de votar, cómo ser terrateniente y a dónde acudir en caso de amarres imposibles.
Qué inútil saber que se presta dinero con intereses tan bajos como los que tienen los conductores en esos momentos y respecto a esas nimiedades. Al entrar a algún pueblo o ciudad, en medio de dos grandes postes, se anuncia a donde se llegó, no vaya siendo que fuera previamente otro el destino y se entre en Esparta pensando que es Roma.
De a poco fue haciéndose necesario solicitarle referencias a los troncos. Los postes le dan altura a lo que no debe de andar por debajo de la mirada. La ofertada publicidad comercial, lucrativa y política, que más o menos es lo mismo, debe de encontrarse a los ojos cuando andan paseando inadvertidos, justo en esos momentos en los que la habitualidad, después de tanto haber dejado de existir, reaparece de repente pegada en cualquier poste de luz.