El derecho al suelo o los autoinmóviles
Quizás los coches todavía no sean tan voladores como se concebían en los futuros ciberpunk de la ciencia ficción. Sin embargo, es casi impensable concebir el funcionamiento de las sociedades actuales sin la utilidad que proveen los carricoches, con todo y sus impotencias aéreas.
Actualmente, y gracias al insaciable y cochino capitalismo que tanto importuna a los marxistas -que, por cierto, rara vez andan a pie-, casi cualquier persona puede acceder al servicio automotriz, aunque sea en el privado, pero colectivo transporte público.
Los coches, entre otras cosas, sirven para reducir distancias que cada día son mayores entre una necesidad y otra. Mientras más población hay, más grandes las ciudades, más largas las distancias entre casas, trabajos, tiendas o escuelas y, por lo tanto, aparentemente más necesarios los coches.
En una sociedad educada por competencias todos quieren llegar primero, aunque no sepan a dónde. La pugna por ganar, aunque sea tiempo, incita a que los intereses personales de los conductores siempre tengan más peso que los ajenos.
De tal modo que a alguien se le ocurrió un día organizar el tránsito vehicular a través de lucecitas y colores para que todos los conductores dejaran de pelear por ir primero. Así de simple, verde para seguir y rojo para detenerse. Amarillo para no estacionarse y blanco con negro para que pase esa mayoría que por alguna razón todavía osa andar a pincel.
El problema con las reglas es que alguien tiene que respetarlas. Dejadas a la voluntad, como que no son muy socorridas por los que andan compitiendo diariamente nomás por existir. No fue tan simple y hubo que imponer castigos.
Además de transportar competitivos ciudadanos, los carricoches proveen una especie de armadura inoxidable para poder exhalar la acumulación de frustraciones, acompañadas -por fortuna- de un sonoro claxon para mayor y más puntual expresión. Cuestión de ponerse de vez en cuando a conducir para volverse esporádicamente histérico como para necesitar algo de ayuda profesional.
Los castigos derivados de no distinguir bien los colores, se impusieron monetarios, tan variables, dice la ley, como grave sea la falta y el ingreso del infractor.
El problema con las multas es que alguien las tiene que pagar, no le hace que gane el mínimo y también hubiese imaginado intereses personales más pesados que los ajenos. A mayores las faltas, mayores las punitivas cifras para que no lo anden volviendo a hacer y si lo hacen, otra mordida al bolsillo sustituye a la moral.
Como también los que se encargan de hacer las leyes y de su cumplimiento difícilmente andan a pie, se olvidaron de incluir a los peatones en las multas. Pero no tan rápido, el competente ingenio siempre actualiza las sociedades.
En una de ésas y un atrevido peatón estorbe el organizado fluir de las armaduras inoxidables administradas por lucecitas de colores y entonces, ¡tómala! Castigo por andar deteniendo el tráfico sin permiso. Para eso existen los puentes, los pasos cebra y las cada vez más extintas banquetas. No se les vaya a hacer fácil a los grupos de peatones estorbarle a los pobres conductores que todos llevan prisa, aunque no sepan pa’ qué.
La prioridad natural de la sociedad actual, organizada y educada por competencias es el fluir de los coches porque, aunque todavía no vuelen, reducen distancias entre las necesidades de sus esporádicamente histéricos conductores. Como si caminar fuera tan socialmente necesario como hacer leyes, castigos y vigilar su cumplimiento.
En la ciencia ficción los coches andan por los aires para dejarle el suelo libre a los peatones. ¡Qué lejano a veces el cielo y el futuro ciberpunk! La velocidad es el elemento clave en eso de la competitiva educación para vivir.
Incluso los marxistas saben que necesitan acceder al servicio automotriz para poder ganar, aunque sea tiempo y llegar puntualmente a sus humildes escritorios para escribir en sus Macbook que el maldito y voraz capitalismo se lo está tragando todo.
La movilidad se automatizó para que ir a casas, trabajos, escuelas o tiendas pueda hacerse en carricoches, a veces tan colectivos que, aunque sean privados, parecen públicos. Aparentemente, nada más público que las actuales necesidades de movilidad por lo pronto, nomás sobre el suelo.