El poder de las imágenes II
La semana pasada escribí acerca de la polémica que suscitó el cartel de la Semana Santa de Sevilla para la edición de este año.
En aquel entonces precisé que el Cristo resucitado retratado por el artista Salustiano García lucía “joven, delgado y excesivamente estilizado, sin casi rastro de sus estigmas ni heridas de la crucifixión.
Su rostro parece haber pasado por el cirujano plástico […] amén de su cuerpo marcado, pero delgado que se cubre con un paño de la pureza minúsculo”. También anoté lo que naturalmente provocó aquella imagen: acusaciones de la hipersexualización de la imagen más sagrada para el cristianismo, banalización de su figura hasta la “feminización” (como si eso fuera algo malo) y hasta recolección de firmas para retirar la imagen.
En este espacio no discutiré si tales discusiones bizantinas tienen o no razón, simplemente hablaré de porqué, en ocasiones, las imágenes generan respuestas tan apasionadas y a veces incluso violentas.
Las imágenes de lo divino siempre implican un cierto conflicto, ¿cómo representar a dios y a lo sagrado? ¿Hay una manera única o correcta de representarlo? ¿Cómo evitar la idolatría al pensar, por ejemplo, que la imagen por sí sola es la divinidad?
El islam trató de zanjar estas polémicas a través del aniconismo, una postura ideológica que se basa en la representación de seres divinos, santos y profetas, algo que los primeros cristianos también discutieron mucho desde el bando iconoclasta. Y es que las imágenes de lo sagrado presentan un extraño efecto psicológico ya analizado por especialistas del arte.
Solemos pensar que lo que está representado en una imagen se nos hace presente, convirtiéndose en la encarnación viva de lo que significa.
Teniendo eso en cuenta, no nos ha de extrañar que las representaciones de lo divino que escapan de la ortodoxia de una época o de lo que en cierto tiempo se considera aceptable para la figura de dios, la Virgen o los santos, no guste o cause escándalo, como en el caso del Cristo resucitado del cartel de Sevilla.
Pero representaciones de Cristo hay tantas como artistas. Como lo esbocé la semana pasada, a lo largo de la historia han existido convenciones en torno a la manera en que debía lucir y presentarse la figura de Jesús.
Para los primeros cristianos, se presentó como un joven pastor, sin barba, con túnica y sandalias de corte grecorromano como era la usanza de la época, pues ese era el modelo iconográfico más cercano y reconocible; sacarlo de esta norma se hubiera considerado inadecuado o quizá poco natural.
Después, la Edad Media vería el auge de la figura del Pantocrátor, o lo que es lo mismo, la aparición en el arte de un Cristo juez del mundo al que se le agregó la apariencia barbada y severa que nos es más familiar.
Cientos de años después, los artistas del Renacimiento se valieron de los modelos anatómicos del arte grecorromano, pintando a un Cristo atleta, cuyo cuerpo poseía la misma belleza de los antiguos dioses paganos, aunque esto no agradó en un principio.
Por ejemplo, el mismísimo Miguel Ángel no escapó de la censura ni del escándalo: sus figuras sagradas que se repetían casi infinitamente en las bóvedas de la celebérrima Capilla Sixtina, fueron “arregladas” a través de paños y vestiduras añadidas para cubrir la “indecente desnudez”, y lo mismo sucedió con el Cristo de su Juicio Final.
Luego la modernidad y la época contemporánea aportaron interpretaciones variadas de la figura de Jesús, y ahí sí podemos ver ejemplos que van desde la más ancestral tradición occidental -como en el caso de las imágenes del artista estadounidense Warner Sallman, que es visible en muchas casas mexicanas- hasta las más transgresoras y actuales, como el Cristo crucificado del argentino León Ferrari, que en lugar de pender de una cruz, lo hace de un avión militar estadounidense, lo que le valió la censura del propio Mario Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires.
La lista es larga e inagotable, pero de lo que no hay duda es que el poder de las imágenes es capaz de despertar todo tipo de sensaciones o reacciones, y eso mi estimado lector, es la magia del arte.