Parece ser la tendencia. Cuando probamos una Fanta, Mirinda o cualquier gaseosa similar, es lo dulce de una combinación de carbonatos, fructosa (o azúcar de caña) y saborizantes diversos que nos hacen acercarnos a una versión de lo que podría ser la naranja.
En cambio, cuando tomamos jugo exprimido de un montón de naranjas, e incluso nos topamos con algo o mucho de la pulpa, no tenemos la menor duda, probamos el verdadero sabor del cítrico. Ante la experiencia real también nos queda el imponderable del sabor individual: qué tan dulce o amarga estaba la naranja o familia de ellas tomadas de un mismo árbol o huerto.
La artificialidad con sus novedosos sabores irrumpió hace décadas en la vida urbana de las sociedades industrializadas y persiste en el mundo postindustrial. Hace unos lustros irrumpió lo orgánico, que se asocia mentalmente con autenticidad, artesanía, hecho con las manos y la conciencia, proveniente de la pureza…
La contraparte es la chatarra, el sabor adulterado. “Sabe a arándano (o piña o manzana) pero no es”, y a cambio nos deja una buena cantidad de azúcares que, a la larga nos enfilan a la diabetes u otros padecimientos derivados de mal comer.
En eso entra también el concepto de “fast food” inventado en Estados Unidos por los hermanos McDonald cuyo apellido da nombre a la marca mejor asociada al concepto. Una forma de preparar comida que nació milimétricamente coreografiada para poder preparar en pocos minutos y en grandes cantidades comidas completas.
El concepto evolucionó (en lo comercial) para abastecerse de insumos que le abonaban al ahorro de tiempo y dinero pero acusados de tener poco o nulo valor nutricional. Sí: también el fastfood ha sido asociado a lo artificial.
Lo artificial se asocia también a lo plástico, lo estético inducido por la cirugía, lo falso. Lo artificial es falso. El purismo critica, muchas veces por la corrosiva envidia, a quien puede darse el lujo de operarse el busto o la nariz, rebajarse la papada y alinearse los dientes. Dicho purismo, en tanto crítica acre que establece estándares imposibles: nos exige tener senos bellos y naturales, cuerpo atlético producto de dieta y disciplina y rostro libre de arrugas producto de natura benevolente.
Participar de sabores, gustos y estéticas artificiales, nos condena al costal de lo falso. Es tal si optamos por consumirlo (cuando es un producto) o tenerlo en casa (cuando nuestra pareja lo ostenta como las operaciones estéticas); también cuando lo usamos para nosotros mismos, cuando nos operamos.
En un mundo con tanta falsedad es difícil encontrar ejemplos de lo auténtico y, cuando por fin lo descubrimos, es escrutado con ganas de que nos decepcione. Desconfiamos de la autenticidad y la perfección.
Y así avanzamos por la vida dando (o pretendiendo dar) gusto a lo imposible, al estándar de lo auténtico y perfecto.
Hemos visto ejemplos variados de lo falso, de los sabores artificiales, como también de lo espurio, que no supera estándares.
Algo de eso sucede en otros aspectos de la vida. Podemos juzgarlo en las relaciones humanas e incluso en los quehaceres públicos. Podemos estar en presencia de lo artificial: presidente, oposición, dictador, información… todo artificial.
Donde inclusive lo bueno, o no necesariamente malo (como la inteligencia artificial) es visto con otra asociación mental, la intimidación. Por su gran poder de expansión, de solvencia técnica, de rapidez, la inteligencia artificial intimida. Pero eso lo abordaremos luego.
La presencia de lo evolucionado a prueba y error, de lo hecho gracias a la intervención de la inventiva humana y sus artificios nos tiene en la total desconfianza. Y sí, de allí tal vez venga su nombre indeseable: desconfiamos del artificio porque se concibe para intercambiar algo verdadero por lo que no necesariamente es. Volveremos sobre esto.